Hasta no hace mucho, hacer amigos me parecía un esfuerzo innecesario. En el colegio no tuve muchos. De ellos, ya solo me queda uno: Sebastián. A los demás los olvidé o los decepcioné. Sebastián fue siempre mi guía al mundo. Tampoco él era muy sociable, pero lo era más que yo. Casi nadie nos conversaba. Nos esforzábamos en parecer raros. A casi nada nos invitaban. O al menos a mí. A Sebastián sí. Y gracias a él, durante la última etapa del colegio, entablamos nuevas conversaciones en las clases y los descansos, que se convertían, al llegar los fines de semana o las vacaciones, en invitaciones a ir a reuniones en casas de algunos compañeros, o en una salida a comer en el restaurante de Giorgio, donde nos engañaban con un ricotta importado que en verdad era queso fresco nacional.
Mucho tiempo rechacé esas invitaciones. Me las hacía Sebastián. Para excusarme, le fabulaba mi vida tal como no la vivía: comprometida, reclamada por otros. Recurría a las incansables invitaciones de mi tía abuela para que mis papás, mi hermano y yo fuéramos a comer a su casa, siempre arepa con carne de cerdo, a pesar de que las rechazábamos las más de las veces, lo cual, a su vez, usaba en mi favor para decirle a Sebastián que era imposible que saliéramos esa vez, que llevábamos muchas semanas sin ir y nos daba pena con mi tía abuela, aunque en unas horas mi mamá la llamaría a prometerle que la otra semana sí nos vería, tal como yo hacía con él. Ya en la adolescencia, la vida entre mi mejor amigo y yo anticipaba la forma que tiene hoy, cuando vive lejos de mí: la de un perpetuo aplazamiento.
Me quedaba solo en mi casa. Mis papás y mi hermano se iban. Cuando mi mamá me preguntaba de salida si no me aburriría, le explicaba que sí me habían invitado a cierto plan, con una persona de la que justo había empezado a hablar en mi casa las últimas semanas, pero que no me animaba porque, según inventaba en ese instante, era lejos, hasta tarde y pensaban llevar licor o, para consignar aquí la verdadera palabra falsa que habría usado en la conversación, «trago». Con ella le despertaba a mi mamá ideas de virtud cristiana, de buena crianza, de mi fortaleza moral, de que me resistía a los «malos ambientes», a pesar de lo tentador que era el trago para «los jóvenes», de los que siempre quería excluirme para demostrar que me había saltado los errores de juventud. Orgullosa de su hijo, mi mamá se iba tranquila y me dejaba en la casa.
Era mi miedo el que fabricaba las mentiras con las que le explicaba a mi mamá por qué prefería quedarme. A veces era el miedo a reconocer ante ella que nadie me invitaba a nada, como ocurrió durante el año de las fiestas de quince, que a ninguna fui. Me avergonzaba la soledad. Como toda vergüenza, no la sentía ante otro como mi mamá, sino ante mí mismo, que miraba con lástima mi ausencia en la imagen de cierta invitación a una fiesta en la que no estaba escrito mi nombre, de un grupo que a esa hora se reunía sin mí. Para evitar el dolor, hundía en el fondo de mí esas imágenes y las reemplazaba por glorificaciones de la soledad, de las doradas horas libres que, le explicaba a mi mamá, usaría para leer o para escribir, a pesar de que, cuando volvían, no había avanzado ni una página. Entonces Sebastián me abrió la puerta de noches que creía propiedad exclusiva de otros. Conocí el miedo de ser visto como los veía a ellos, de confundirme en la multitud que me hacía semejante a «los jóvenes», que eran siempre el tema de conversación, en especial de acusación, de los profesores y los padres de familia en las reuniones del colegio, en todas las cuales había sido siempre nombrado como ejemplo a seguir. En su boca mi nombre significaba mesura y continencia, responsabilidad, lo contrario de la acrasia, si hubieran conocido, claro, esa palabra. Convertía su interpretación de mi nombre en un imperativo para mi vida. Me encerraba en mi casa porque me había encerrado primero en su imaginación. Y como tenía en mí la idea adulta de que en los planes de «los jóvenes» saldría de repente, después de varias argucias para esquivar la mirada atenta de una madre, una botella de trago, tal vez de aguardiente, cuya trasparencia ocultaba, sin embargo, el poder de poseerme, de trocar mi entendimiento en confusión, de emborracharme, entonces ya me veía tambaleante, ya me olía el tufo en la boca, ya me descubría incapaz de responderle a mi mamá cómo me había ido cuando volviera tarde y me acercara a darle un beso en la cama. Reprendido por mi fantasía, renunciaba a las salidas y le rechazaba las invitaciones a Sebastián.
En esas horas en las que creía amar la soledad, mi pensamiento iba a la busca de compañía. Lo hacía sin que se le ordenara, incluso contra mis órdenes conscientes. No sé si ocurría en razón de mi cuerpo o mi espíritu. Puesto que no les permitía salir del sofá donde me acostaba a ver televisión, en el que me habría quedado por la eternidad bajo la promesa engañosa de que en tan solo unos minutos me pararía a hacer algo diferente, las dos partes de mi ser, que acaso eran una sola, mandaban a mi imaginación que se fugara de mi prisión de temores y que les trajera las sensaciones nuevas que yo les negaba al no salir. A las imágenes del televisor de pronto se superponían destellos de piel sin cuerpo, de una piel pura que no era la mía, y que de pronto ya no solo la veía, sino que la sentía encima de mí, primero sobre las piernas y luego sobre el pecho. No me pesaba, tenía la ingravidez de la fantasía, pero me rozaba, me recorría con el calor y la velocidad de un soplo, y era que a esa pura piel le nacía una boca, unos labios humedecidos que empezaban a besarme y a hacer que todo mi ser palpitara, a multiplicarme el corazón. En un temblor de misterio entre las piernas me empezaba, lenta e imprevisible, como una flor que vence el invierno cuando el sol le abre los pétalos, una erección. Me desabrochaba el pantalón, me bajaba los bóxers y me masturbaba. Me agarraba el pene con delicadeza, sin apretarlo con la mano entera, tan solo con los dedos, cual si tocara un laúd cuya música eran mis gemidos y suspiros entrecortados, acompañados por pensamientos que, versos de trovador, me narraban la historia de un amor posible que me remediaría la soledad. No descifraba a quién pertenecía ese amor fugaz. Mi imaginación lo investigaba, pero necesitaba del incremento de mi placer, que a la vez dependía, para su encarnación física, de las informaciones de mi imaginación. Buscaba el origen de los brazos que me abrazaban, de aquella boca inexistente que llenaba con mis fluidos, de aquel cuerpo que penetraba. Guiado por la opinión común, primero pensaba en un cuerpo de mujer, pero cuando lo veía más de cerca, en la inminencia del orgasmo que guardaba la verdad, distinguía, finos, delicados y fuertes, los rasgos de un hombre.
Durante una época temprana de mi adolescencia, retrocedía ante la imagen de ese hombre que, como un ladrón que saltara por la ventana, se fugaba de mi pensamiento cuando al final eyaculaba. Luego no pensaba más en él hasta que lo veía de nuevo al masturbarme. Pero en el tiempo de las invitaciones rechazadas, ese hombre se me aparecía en los rostros más inesperados, en el de un personaje de la televisión o un hombre de la calle, e incluso en un muchachito o un viejo de los libros que leía. Reconocía a aquel hombre por las piernas largas y fornidas, el pecho amplio, la barba afeitada con tal precisión geométrica que le acentuaba la majestad de la voz. No tenía rostro constante. A veces los ojos eran claros y otras, negros. Como aquel viejo dios que reclamaba para sí todas las máscaras del teatro, aquel hombre se encarnaba en los mejores rasgos de los hombres comunes, cuya belleza lo honraba. Con sus apariciones, mis ojos aprendían a reconocer el sutil brillo divino en la opacidad de los cuerpos corrientes. Pero mantenían en secreto su admiración constante, su devoción. Si alguien me acompañaba cuando se me aparecía la belleza, desviaba los ojos a la fealdad de las demás cosas del mundo.
Solo en mis noches solas pensaba más en aquel hombre sin rostro. La verdad del placer era la del cataclismo que me producía su belleza, pero también la de una palabra que se ajustaba a mí: «homosexual». O más bien: yo me ajustaba a ella como a un camisón, e intentaba realizar su significado en mí. Me decía que me gustaban «los hombres». No lo hacía en voz alta; la lengua dictaba que, cuando fuera acompañada de «yo» y «soy», esa palabra debía pronunciarse muda como su hache. Estaba prohibido decirme así ante otros, aunque nadie me hubiera impuesto esa prohibición. En «homosexual» leía la fábula del rechazo y la soledad, y por temerlos me excluía de «los homosexuales» tanto como de «los jóvenes». Cada vez que alguien mencionaba la llamada «homosexualidad», me esforzaba en un gesto de indiferencia que apagara el brillo de los ojos que saltaban aludidos. Concebía entonces mi cuerpo como una catacumba en la que yo era un cristiano primitivo, de los que encontraban su salvación en saberse perseguidos, pues, si no convertían en panes las piedras con las que los lapidaban, sí las volvían las razones para probar la verdad por la que morían. Ese placer de mártir venía a enriquecer el placer que me daban masturbarme o admirar la belleza de un hombre.
No se trataba de miedo. Quería tenerlo. Deseaba esa fábula que envolvía la palabra que anhelaba me nombrara. Muy al contrario de lo que pensaba, ante una multitud habría querido declararme sin más «homosexual». El temor ocultaba un reparo literario. La palabra «homosexual» era imprecisa y falsa. No comprendí esto sino mucho tiempo después, cuando ya vivía en Bogotá con Sebastián. Se lo expliqué con palabras teóricas. Le dije que no había tal cosa como las «orientaciones sexuales», que a nadie le gustaban ni «los hombres» ni «las mujeres». Que el deseo no se orientaba, que no seguía una dirección, sino que se desorientaba en incontables caminos que llevaban a sus propios abismos. Y que menos deseábamos los cuerpos abstractos, incorpóreos, que se agrupaban bajo los «géneros», correctamente llamados así porque eran eso: generalidades, genéricos, nada más definibles por partes flotantes como los genitales o los senos. Pero ¿acaso temblaba mi cuerpo con esos conceptos? ¿No era, al contrario, una piel de cierta textura y color, unas piernas heroicas sobre unas lentas, un rostro joven sobre uno envejecido? ¿Qué hombre era el de «los hombres»? Jamás había deseado a «los hombres», jamás había hablado de ellos como lo hace el lenguaje universal de las leyes: no conocía más que el misterio de un individuo. Eran los géneros un invento de la razón temerosa que nada tenían que ver con mi deseo real. Pero también lo era, lo es, esta pequeña teoría, que no puede llamarse así si quiere ser verdadera, pues ¿de quién hablará más que de mí?
En las palabras generales y asertóricas que le ofrecí a Sebastián esa noche en Bogotá, contemplaba el rostro por fin aclarado de aquel hombre que era y es el único objeto de mi deseo, cuya clarificación, sin embargo, me tardó muchos años. Sé quién es, lo veo claro, pero su claridad es la de sus variaciones: más que un hombre, es un estilo de línea o pincelada, de movimiento de mi pensamiento. A veces lo trazo delgado y lampiño. Su blancura extrema es la del papel donde no pasa de ser un borrado borrador: despojado de detalles, es el primer intento de hombre sobre la Tierra, el genuino y olvidado comienzo que nos ofrece a todos, a la humanidad, la posibilidad de volver a empezar. Su visión como Adán me da el perdón. A veces, con pinceladas gruesas ordeno que se deshaga la luz de aquella hoja: la convierto en un fondo oscuro que no es negro, sino una sombra dorada. Pero de la luz espesa y densa del óleo renace un brillo ligero, flotante, que alumbra a un hombre completo, viril y fuerte, ora profeta, ora rey. Lo desnudo y lo visto con todos mis deseos. Pertenece al pasado, se cuenta a él mismo en todos los relatos de la humanidad, consciente de que es el único tema del que siempre se ha hablado. Es también el futuro ese hombre que busco en cada hombre, en cada piel que recorro con mi cuerpo tembloroso. Mas no lo veo en él mismo: tengo que verlo en los ojos de los hombres que digo amar, camuflado de esa belleza que no le pertenece pero que anhela para sí mismo, hasta que llega el placer y la decepción se revela en la desnudez que, al volverse inocultable por cualquier fantasía, no es otra que la mía. La pintura se levanta, el lienzo vuelve a ser página, la blancura se hace mente y estas páginas, mi tela opaca, se vuelven espejo: ese hombre te mira, lector, desde estas palabras.
No me conozco el rostro. Lo busco en todo lo que me deslumbra, las ideas y los hombres. La belleza que les admiro no es otra que la que creo mía. La ajena nunca es tal: es solo la voz que nos devuelve el eco, que jamás sentimos propia. Al final se trata siempre de mí, que quiero reconocerme en un pelo negro, una cara blanca y un cuerpo alto. Todo lo demás es inexistente para mi deseo. Ninguna mujer me gusta porque no soy una. Solo admiro su belleza en la conversación. En los otros momentos, el cuerpo femenino me ilustra mi imposibilidad, el poder vetado a los hombres. Lo envidio. Lo temo. Amo a una sola mujer: a mi mamá, que se enamoró de mí desde antes de mi nacimiento, que tiene el don de verme el rostro, conocerlo y amarlo. Pasa igual con los hombres que no me gustan: no me excitan si no se me parecen. Cada hombre que me atrae y con el que me acuesto es solo un desvío, una desorientación sexual, hacia mí mismo, de modo que, cuando ya he disfrutado de él y desprecio su belleza porque la he robado, me pregunto si él no habrá hecho lo mismo, si no se habrá buscado a él en mí, si yo no seré él, si ese otro no hará parte de mi rostro ignorado y si no me habrá atraído la doble conciencia de saberme dueño del misterio suyo y de mi diferencia absoluta con él, la fractura de la semejanza y la identidad iniciales. Todos los hombres son posibilidades de mi rostro, inapropiables en su belleza: nunca son lo mismo que yo, pero mi rostro no es nunca el mismo que el mío, sino que es el misterio del otro que también se encuentra en mí.
Nada quieren decir de lo mismo o lo otro las palabras de «homosexual» o «heterosexual». Tal vez el nombre más preciso sea el de Narciso. Se dirá, con lo que he dicho, que su error no fue amarse, sino creer que ese era su rostro. No entendemos a Narciso. La ilusión habitual ante su historia es una: la quietud del agua. ¿Es un arroyo o un estanque? Mejor míralo mirarse, lector. El río temblaba y refractaba la belleza de Narciso en instantes nuevos que fluían para mostrarle sus cambios. Afuera, en esas imágenes que nadaban ante él, Narciso miraba hacia adentro. Narciso no se iba porque se asombraba ante su propio rostro: él era su mayor sorpresa. Nunca regresaba igual, y ese misterio lo enamoraba de su rostro. Amaba lo otro en él. Narciso vio entonces que su rostro estaba hecho de todos sus instantes. Fue la inminencia de su muerte. No hay otro momento para ver el rostro que desconocemos, la vida que hemos sido. Narciso estuvo siempre muriendo, a punto de hacerlo, ya muerto. Reunía todos los Narcisos en el instante eterno: aquietaba el agua y la clarificaba en su deseo. Rechazaba a sus pretendientes para que cada uno fuera a la búsqueda del propio río en el que pudiera mirarse. Nos invitaba a descubrirnos como la verdad del amor. Pero hemos de errar sin saber qué deseamos, sin observar el tiempo que somos y que nos hace otros. Somos Narciso, pero el mundo es un río turbio en el que no nos hundiremos: nos falta la mirada atenta. Con el mito solo entendemos que aún no nos vemos. El arte tal vez pueda ser un instante para aquietar el río y vernos. Tal vez al escribir quiero ser Narciso.
Muy bello y provocador. Gracias por encarnar y actualizar un mito que se menciona tanto sin que realmente exploremos sus complejidades. Me emociona la libertad con la que te nombrás más allá de las etiquetas convencionales de "orientación sexual" (otra etiqueta que asume el deseo como algo que se direcciona –¿un caballo?– y no como lo que somos). Pero el último párrafo me confunde, ¿es Narciso un solipsista? ¿Puede reconocerse en el otro y, también, conocer al otro, a lo otro? ¿Hay otro para él? No son preguntas retóricas ni las tengo resueltas. Se supone, en el tipo de espiritualidad que practico, que "yo soy eso", uno se descubre en todo lo que es. Pero en la práctica hay límites, hay cosas que se temen, que se ignoran, que no resuenan, que no atraen o no excitan. Si el verdadero amor es incondicional, ¿Narciso queda por fuera de esa experiencia? No sé... ideas para seguir la conversación.