Borges, con quien he tenido uno de mis amores más conflictivos, escribió en su juventud un texto que me parece resumir casi todo lo que hay por opinar sobre esta época: La nadería de la personalidad. Contra el arte y la literatura que venían del siglo XIX, a los que acusa de «egolatría romántica y vocinglero individualismo», Borges intenta negar la existencia de lo que llama un «yo de conjunto», un yo continuo a través del tiempo, un yo como un orden superior al que se van sumando nuevas experiencias, todo lo cual constituye, en últimas, la personalidad, que no es más que una nadería. Nótese: no la nada, el concepto metafísico tan importante, sino una nadería, una cosa que, incluso si existe parcialmente, poco valor o relevancia tiene.
El texto de Borges, que resuena con otras ideas que criticarán el yo durante el siglo XX, como las filosofías de Heidegger o de Foucault, me parece más que necesario ahora que la Modernidad se ha radicalizado en nuestra llamada posmodernidad mediante tres conceptos: el autoconocimiento, la (no es el, pues la a inicial no es tónica) autoestima y la autonomía. Todas estas palabras se han convertido en el horizonte de lo deseable para una vida buena: me autoconozco para ganar a la vez autoestima y autonomía. «Me» quiero, «me» cuido, «me» priorizo. «Me» autoafirmo, sea con «mi» ideología, «mi» género, «mi» proyecto de vida; en una palabra, «mi» identidad. Todas son maneras de convertir en algo lo que no es nada, o más bien una nadería: la personalidad, el yo, presente en cada una con el auto.
Estas palabras son tres formas de idolatrarse a sí mismo, y me parece que, al contrario de lo que dicen los predicadores del yo, están detrás de la extensión de los afectos tristes en la vida contemporánea, llámense como se llamen (depresión, ansiedad, angustia). Más infeliz es el hombre tanto más se afirme a sí mismo. Más lo es si insiste en la idea moderna de verdad, a saber: la adecuación del mundo al sujeto, lo cual, traducido de lenguaje cartesiano-kantiano a aspiraciones contemporáneas, no es más que la moral de la comodidad: estar-en-el-mundo como estar-cómodo-en-el-mundo, lo que incluye por igual quedarse solo en el trabajo «en el que me sienta cómodo» (y hacer «lo que me haga feliz»), no soportar la mirada ajena (esto es lo que veo en casi todas las denuncias de «acoso»), evitar las llamadas «relaciones tóxicas» (que son en esencia todas las relaciones, en tanto que relacionarse es cuestionar la pureza del supuesto yo, es decir, contaminarse, cargarse de «toxicidad»), concebir al otro como un conjunto de red flags. La atmósfera existencial por excelencia de nuestro tiempo es la del aire acondicionado, cuya forma extendida es el acondicionamiento mismo de la atmósfera terrestre a nuestros caprichos: el calentamiento global.
Lo que ocurre cuando uno se «autoconoce», fortalece «autoestima» o afirma su «autonomía» es que va inventando ese yo al que supuestamente se dirige. El ‘yo’ no está o estaba ahí, sino que lo que llamamos así es el proceso mismo de crear la reflexión sobre sí mismo: poner algo frente a nosotros llamado yo, aislado, existente por sí mismo, cierto, duro, inamovible. Nos hacemos conscientes a la manera del descubrimiento que parecía que ya estaba ahí, como una cosa, y entonces la tomamos por permanente y continua, sólida, igual que la puerta de mi habitación, que está detrás de mí mientras escribo, que permanece ahí. Entonces «conocerse» es poco más que mentirse, estimarse o quererse no es diferente de idolatrarse, y ganar autonomía no es sino someterse servilmente a los imperativos asumidos, frente a los que «desobedecer», es decir, dejar de vivir bajo las reglas legitimadas por uno mismo porque son de uno mismo, es algo que debe ser castigado con dolor.
El autoconocimiento parece el más difícil de criticar, más si lo hace alguien que se declara filósofo. Es sabido que a Sócrates el Oráculo lo conmina a conocerse a sí mismo. La frase ha sido inspiradora para muchos. Montaigne la recordaba todo el tiempo en sus Ensayos. Pero «conocerse» era, en sus palabras, ir tras un objeto móvil, inasible: la mismidad. Era «pintarse al paso». Era a la vez inventarse, reconocer y experimentarse, ensayarse, practicarse. No era llegar a algo que estaba ya ahí para ser conocido. Conocerse es, ahí, llegar a un desconocido: el que se experimenta conociéndose.
En los tiempos de Sócrates no había un yo tal como lo pensamos hoy: en esencia, una personalidad. Los griegos aún estaban lejos del yo como algo. Ser, saberse, estarse en el mundo era vivirse como extraño, y por eso el imperativo de conocerse. Y uno se vivía siempre por fuera de sí mismo: en la batalla o en la calle, ambas formas de la guerra. Sócrates fue el que salió con la rareza de conocerse, pero, por lo raro que era, no es seguro ni siquiera que Sócrates lo hiciera. Pero, asumiendo que Sócrates sí llegó a conocerse, no lo hizo más que en la extrañeza y en medio de la incomodidad, no en la adecuación de sí mismo con el mundo.
En los griegos hay otros dos casos de «autoconocimiento» que vale la pena examinar: Ulises y Edipo.
Ulises es famoso por su arte de los disfraces. Es siempre otro que no es él. Es experto en hacerse pasar por otro, o incluso por nadie. Se hace presente en sus ocultamientos. Su momento de «conocerse» es la experiencia de la tristeza: cuando oye el canto de Demódoco, que trata de él mismo, de las hazañas de Ulises. Cuando oye hablar de sí a través de otro, Ulises se confunde con el poema, lo toma como su verdad, y entonces se descubre: primero se oculta en lágrimas bajo la manta que tiene, pero luego se revela, y por su tristeza se muestra ante los demás. Este pasaje del canto VIII de la Odisea, al que Heidegger recurre para explicar qué es el desocultamiento (o la verdad) para los griegos, da buena cuenta de lo que es conocerse: identificarse con el canto de otro que lo nombra a uno, y quitarse la manta bajo la que uno llora. Esto quiere decir: uno se «conoce» —o incluso: se reconoce— no cuando va «hacia adentro», sino cuando se oye decir en otro, en especial en la música. Conocerse es oírse en la voz ajena: presentarse a uno mismo como un extraño.
A Ulises le pasa como a un enamorado. Aunque su amor sea lo más valioso de su corazón, lo que él cree más propio e imposible de equiparar, de pronto una canción lo asalta en su intimidad. Es una canción que expresa su sentimiento tal como existe, con su misma melodía, armonía y ritmo. La música le presenta lo que siente de forma tangible e inobjetable: «este es mi amor». O como diría Leonardo Favio: «esto es el amor». Pero esto no se constata sin asombro, ni extrañeza: ¿cómo es que mi amor es el amor, y está fuera de mí? ¿Cómo ha sido conocido sin que yo lo revelara, al punto de que quizás solo he podido revelármelo, expresármelo por medio de una música que no viene de mí? ¿Cómo es que lo que yo soy lo dice otro?
Pero el enamorado descubre algo más: que hay otros como él, es decir, que una canción es una comunidad secreta de amantes que cuelgan del mismo verso flotante. Que la música suya es la de todos. Vive el «autoconocimiento» como una pertenencia a los otros. Pone su intimidad, igual que Ulises cuando se quita la manta que lo oculta, en la presencia de lo público.
La música juega bien con este hecho, pero lo falsifica: presenta dolores y enamoramientos individuales como algo secreto, a pesar de que, por el hecho mismo de que sean elevados a la condición de canción, pertenecen ya a la expresión pública.
Ejemplo de esto es la maravillosa canción de Vicente Fernández Acá entre nos. Es acerca de un hombre que les dice a todos que ya no le duele el desamor de una mujer, pero que, acá entre nos, en su triste soledad, sueña con salir y preguntar qué ha sido de la vida de ella, y que tiene que confesar que aún le duele profundamente. La canción está llena de paradojas. Primero está la paradoja del grito y el susurro: la voz baja de la triste soledad, casi el silencio, lo que no se dice a los amigos y que solo se alcanza a oír muy acá entre nos, pero el grito inconfundible de Vicente Fernández para decir eso. Después está la paradoja de la lejanía y la cercanía: acá entre nos es la mínima distancia que, sin embargo, constata lo inalcanzable que es el ser amado. Pero la gran paradoja es la de la intimidad y la publicidad, la que ya dije: decir algo acá entre nos es decírselo a todos, a los que supuestamente se les mintió, y sobre todo no decírselo a la mujer amada, que es la única que no oye, pues, si lo hiciera, no habría necesidad del grito, ni de la canción.
«Nos» es entonces la comunidad de la canción: la de todos aquellos que solo pueden expresar su sentimiento a través de lo que oyen, pues su «autoconocimiento» no viene de ellos mismos.
Por la música le viene el pasado a Ulises, y también a todos los que han tenido el corazón roto o enamorado. Conocerse mediante el recuerdo es buscar una música de sí mismo, que se parezca a lo que uno llamaría su alma. De nuevo, no es encontrarse ahí adentro, sino sacarse de sí: decir que uno es esa música, y oírse. El pasado es un invento musical.
De manera similar a como Ulises sabe de sí en el poema del aedo Demódoco, Edipo se conoce a sí mismo en el teatro. Nuestra imagen de él viene sobre todo de la obra de Sófocles (si bien, por ejemplo, en la Odisea se cuenta su historia cuando Ulises baja al inframundo), lo cual no es menor: uno «se» conoce cuando monta una escena. Ocurre no solo en el montaje de Sófocles, sino en el «contenido» de la obra: lo que hace Edipo para dar con el responsable de la peste es montar un teatro. La obra presenta ante todo otra obra de teatro: el interrogatorio, la investigación que lleva a cabo Edipo para descubrir la causa de la peste. Como dice Artaud, la peste es la condición del teatro. Pasa en Edipo, pero también en El Decamerón —cosa que no entendieron, valga decir, en esa serie horrorosa que sacó Netflix sobre ese libro maravilloso—.
Edipo es el caso más icónico de lo que Aristóteles llamara anagnórisis: la revelación de una verdad sobre sí que no se sabía. En su caso, la consabida historia de que estaba casado con su madre y que había matado a su padre. Pero en la anagnórisis, la forma teatral del autoconocimiento, ocurre también la peripecia: el cambio de destino. En lo que redunda que Edipo se conozca a él mismo es en que se avergüenza de sí, siente sobre sí el peso de lo que no sabía, de un pasado que ni siquiera podía ser recordado, sino que estaba en el fondo de un olvido fundacional, el cual, siglos más tarde, Freud llamará «inconsciente».
Los astutos pacientes de psicoanálisis suelen perder de vista cómo acaba el «autoconocimiento» de Edipo, que inspiró al psicoanálisis en general, no solo en el complejo que lleva su nombre. La obra de Sófocles es el modelo de la terapia. Ambas terminan igual: con alguien deseoso de conocimiento que se arranca los ojos y debe abandonar su reino. No hay paciente de psicoanálisis que, creyéndose muy inteligente y sagaz, como Edipo al investigar, no tenga su mismo destino.
El paciente de psicoanálisis y Edipo olvidan algo por igual: que ninguno es eso que creen conocer. Edipo es el hijo de Yocasta, pero no se casó con su madre. Tampoco mató a su padre, aunque a Layo sí lo mató su hijo. Es el «autoconocimiento» el que fuerza una identidad en Edipo que, sin embargo, no se corresponde con lo que ha vivido: haber sido hijo de Pólibo y Mérope, pues, aunque la paternidad y la maternidad no son sin el linaje de sangre, no son solo la sangre: son la mediación social. Pero la reducción propia del conocimiento, es decir, el procedimiento analítico que va acotando la investigación de Edipo, presenta como verdad de sí mismo aquello que se ha analizado: por ejemplo, que se es hijo de Yocasta. Lo que descubre Edipo de sí no es distinto a lo que revela el inconsciente: un invento.
Porque la personalidad es una nadería, conocerse no es poco más que fijarse de una cierta manera, a costa de ocultar, acomodar, amañar todo lo que uno sí es, y que es imposible de fijar bajo la forma de un conocimiento. El único y verdadero conocimiento de sí concluye en el asombro ante el desconocimiento. Tal vez en eso Edipo sí acierta: uno se saca los ojos, y cambia su destino. Entonces el conocido es ya otro.
No soy ningún experto en los griegos, pero pongo los tres casos de Sócrates, Ulises y Edipo porque creo que, en todo caso, muestran bien que «conocerse» no es algo claro, exento de consecuencias, o incluso común. Hay una extrañeza inherente al conocimiento de sí mismo. Un teatro, un poema. El yo está siempre sujeto a sus modos de aparecer y ocultarse. No es nada que se tenga por cierto.
Pero nuestra visión del autoconocimiento es cartesiana. Para Descartes, a diferencia de los griegos, el yo era la primera certeza, lo indudable, lo claro, lo fundamental. Todo lo demás era lo dudoso. El yo era algo, una sustancia, algo siempre cierto a pesar de los cambios. Y era sobre todo pensamientos: yo soy, yo pienso. Es la mismidad: el lugar en el que el ser y el pensar se hacen lo mismo.
El yo cartesiano solo tiene un lugar de aparición: la soledad. No es la intimidad bajo la manta de Ulises, ni el trono de Edipo, ni la vía pública por la que se ve a Sócrates. Es la habitación a solas, invernal, en la que Descartes medita mientras ve el fuego. Allí se descubre solo a sí mismo, como lo más tangible, permanente y cierto, lo que llena el instante («yo soy es verdadero mientras lo pienso»): como una cosa en sí misma que es la certeza para tener cualquier otro conocimiento verdadero. En una palabra, el fundamento.
Desde Descartes, el yo sustancial ha estado a la base del entendimiento de todo lo que somos. Las ciencias cognitivas imaginan una mente en sí misma que lleva a cabo el proceso de la cognición. La neurología centra el entendimiento de la mente en las conexiones centralizadas por el cerebro, que son el lugar que explicaría el yo. No concebimos la mente sin lo que la fenomenología llama intencionalidad: una dirección precisa para el pensamiento, de la mente al mundo.
En todos asumimos lo que mismo que Descartes, aunque con variaciones: que el yo es algo, y que es la certeza de fondo, bajo todo aquello que se nos hace dudoso y confuso en la vida.
Después de esto, la consecuencia es inevitable: el yo se convierte en objeto de valoración (es decir, de estima, y por tanto de autoestima), y se le asigna un poder sobre sí mismo que llamamos autonomía. Lo que se pierde es también lo mismo: el mundo, la publicidad de Sócrates, la asistencia al canto compartido de Ulises, o incluso el mismo teatro de Edipo.
Como dije ya, creo que todas nuestras tristezas contemporáneas, la exacerbación de lo que se llama enfermedad mental (la salud mental peca de cartesianismo: el padecimiento localizado, precisamente, en la centralidad de la mente), se debe a la idolatría del yo que cultivan el autoconocimiento, la autoestima y la autonomía. Las personas «no se quieren» porque se obsesionan con una imagen de sí mismas que creen que deben cumplir: un conjunto de expectativas llamadas yo. Uno solo busca autonomía porque se resiste al hecho mismo de existir el mundo, de saberse parte de él, incluso sometido por él.
Como sabía el primer y mejor crítico de Descartes, el cuasisanto Baruj Spinoza, el ser humano solo alcanza su máxima potencia cuando desindividualiza su alma, deja de unirla a lo específico, y se fusiona con lo eterno y superior; cuando se vuelve un extraño para sí mismo por recuperar su absorción fundamental con un mundo, y entonces se prueba a sí mismo en algo que no es su identidad y se desconoce; cuando evita amarse a sí mismo, y dirige el amor a todo lo que es, dejando que el amor lo arrobe y lo saque de sí; cuando se sabe parte de una ley superior desde la que entiende que es absoluto.
Entre los griegos y Descartes hay entonces un modelo que me interesa más: el cristianismo, cuyo mensaje de perdón se funda en algo que estamos por aprender: la capacidad de negarse a sí mismo. La mayoría de pensadores anticristianos han visto en esta idea un sufrimiento inaceptable, un sometimiento a torturas y padecimientos, pero es todo lo contrario: es la alegría de liberarse del yo, de las cargas del pasado, de las cosas no perdonadas, de la exigencia de que tiene que ser uno el que resista y cargue con todo en su vida.
(Les pido perdón a ustedes, lectores, por mi demora en publicar este texto. La semana pasada estuve terminando algunos de mis temas académicos, y fue imposible cumplir. Pero no quería pasar más tiempo. Espero la próxima semana regresar a las dos de la tarde los viernes).
Maravilloso texto sobre nuestra concepción del yo, nuestro ensimismamiento y nuestra soledad. Muy recomendado
En parte por eso titulé yo a mi newsletter «Auto(des)conocimiento»: me parecía muy pertinente añadir esa partícula —des— para incidir en la imposibilidad de un «yo» monolítico y omnisapiente.