Solo una cosa en mi vida es ordenada: mis oraciones. En mi escritorio se amontonan las cosas, la plata, los libros y los pocillos de la cocina que me tardo días en devolver. En mi clóset no hay ni una sola camiseta bien doblada, salvo si mi mamá me lo organiza. Entonces queda como de almacén, con los bordes de los dobleces alineados, coincidentes entre ellos. Pienso aquí que doblar es como afilar o sacarle punta a la ropa. Sigue un principio del dibujo. Pero yo que ni siquiera sé coger el lápiz bien (no es invención literaria), que la única materia que reforcé en el colegio fue Artística en noveno cuando vimos isométricos, pronto desdibujo o desdoblo las camisetas, y mi clóset vuelve a verse como se ven mi escritorio, mi biblioteca (que carece de cualquier orden o lógica, tan solo superpongo y yuxtapongo los libros), la silla auxiliar (de la que quito la ropa sin guardar para poder sentarme a escribirles este newsletter), las ventanas de mi navegador (abiertas al infinito, reflejo de mis distracciones), mis listas de tareas y todo lo demás: como un amontonamiento.
La diferencia entre esos amontonamientos y mis oraciones, como la anterior, larga y con incisos, es que cuando escribo, a diferencia de cuando no lo hago, sé mucho mejor qué lugar deben ocupar las cosas y las palabras. Una de las razones por las que me gusta escribir es justamente esa la posibilidad de ordenar. No voy a caer en la tontería de decir que me gusta ponerle orden al caos, porque creo que la escritura es caosmótica, como dicen Deleuze y Guattari en una evocación de Joyce. Es consistencia dentro del caos, sin anular lo caótico. Escribir es sobre todo saber poner cada palabra en su lugar, que no es otra nada diferente de ordenar. La conciencia de la puntuación no tiene misterio: es una simple cuestión de orden.
Para aprender a puntuar, no hay que aprenderse las supuestas reglas de los signos de puntuación. Mucho menos hay que caer en la puntuación como arte adivinatorio: me «suena» que aquí hay coma, que aquí hay que hacer —según enseñan tontamente la mayoría de maestros— una «pausa». La puntuación correcta es objetiva. No se adivina, ni corresponde a intuiciones o corazonadas. Si es posible quitar o poner una coma en la misma oración, no es nunca porque se decida entre lo correcto y lo incorrecto, sino entre dos formas correctas que podrían coexistir. Al final lo decide la comprensión profunda de dónde está la diferencia. Para aprender la puntuación, hay sobre todo que entender de qué está hecha una oración. Primero, qué son y qué dicen las palabras, lo cual es aprender gramática y semántica. Es entender qué hace una palabra si es verbo, adjetivo, sustantivo o adverbio. Después hay que aprender sintaxis, es decir, cómo son los lugares que pueden ocupar las palabras. Recuerdo la emoción que sentí cuando aprendí esto último, que es más que la forma simple de sujeto y predicado, y que incluye el mundo maravilloso de los complementos. Luego hay que aprender cómo la semántica forma la sintaxis, pero también cómo —a diferencia de lo que creen muchos filósofos del lenguaje— la sintaxis condiciona la semántica. En un punto uno descubre que la escritura es solo un género inferior de la música y que sintaxis y semántica son solo dos formas del sonido y el sentido. Como ocurre en las canciones, el sonido da el sentido, pero del sentido —como enseña Carolina Sanín—nace también el sonido. De ahí que acertara Flaubert en su idea de «la palabra justa», que logra el acoplamiento perfecto entre sentido y sonido —y se pregunta uno cómo es que Flaubert, un escritor tan cuidadoso, es una supuesta influencia tan importante en un prosista tan mediocre, tan insoportable, tan poco justo en sus sentidos, tan poco lúcido para el significado como el superventas de supermercado Mario Vargas Llosa—.
El caso es que, cuando escribo, tengo mucha más idea sobre cómo doblar frases cuyos bordes coincidan unos sobre otros. No digo que una idea perfecta, pero tampoco voy a ser modesto. No dejo tampoco del todo el desorden. Experimento con los lugares, pero busco el lugar que le corresponde a cada cosa, así sea un lugar inusual. Sé enrollar una media en otra y ponerla en el cajón correcto del clóset, es decir, sé poner un paréntesis en otro paréntesis. Mi gusto por las digresiones no es otro que mi gusto por los incisos, lo cual, a su vez, refleja mi manera de hablar: casi nunca digo nada de forma directa, con una frase concisa que se baste a sí misma, sino que lo hago con preámbulos, especificaciones, objeciones que yo mismo me voy respondiendo, conclusiones y asociaciones. Mi idea es que todo ello debería caber en una oración. Es quizás uno de mis sueños literarios, si tal cosa existe: una oración infinita bien hecha, con subordinaciones correctas que jamás terminen.
Esta es una de las razones por las cuales Proust es de lejos mi escritor favorito (y no, esto no lo digo con tono afectado de profesor, pues por muchos años me daba vergüenza siquiera mencionar su nombre y decir que lo había leído, ya no mencionar que me había leído y que releía constantemente En busca del tiempo perdido). Proust domina a la perfección el arte del paréntesis. Conoce tan bien la estructura de las oraciones que sabe doblarla y desdoblarla para que el clóset siempre se vea bien. Sé que su obra es suya, pero ninguna obra expresa tan bien —primero en su forma, luego en su contenido, aunque yo no soy de los que separan eso— lo que soy, pienso y siento.
Durante mucho tiempo, Proust no solo era mi ideal de escritor, sino el único que consideraba apreciable. Todo lo demás —sí, incluido Flaubert, que es el autor que más me ha hecho llorar— me parecía simplemente mediocre o malo. No exagero. Así de grande y ridícula llegó a ser mi soberbia. Pero esos son errores de juventud, y una forma muy propia de vivir ese famoso desierto después de Proust del que habla Anne Carson: la puntuación que no fuera de Proust se me volvió insoportable. ¿Una oración breve, directa, sin necesidad de comas, ni aclaraciones, ni mil adjetivos, ni pensamientos? ¡Pero qué era eso!
Tengo que explicar mis razones. Proust fue para mí agua fresca en otro desierto (habrá que seguir con la metáfora, tan buena y tan mala a la vez): el del narrativismo directo que se promovía en los ambientes intelectuales en los que estuve en mi adolescencia —muy pronto, en dos o tres años, diré tan solo «mi juventud», pues ya estará bien perdida—. Entonces se promovía en Medellín un gusto más nocivo que el que puede haber por la literatura de Vargas Llosa: Hemingway. Se elogiaban sus frases cortas, su renuncia a los adjetivos, las meditaciones o las reflexiones. Había una batalla contra toda influencia de «la filosofía» en algo que no fuera contar simplemente «la historia», una consecuencia muy propia del gusto de reducir la literatura a la anécdota de comuna. Se decía que había que escribir cuentos y novelas así, con ese estilo muy norteamericano —equivocadamente norteamericano, pues ahí está, para empezar, el grandioso Faulkner, y luego el gracioso John Kennedy Toole— de la oración directa, impuesta, cortada muy rápidamente por un punto y seguido que parece más una amputación que un detenimiento necesario. A los escritores en contacto con el periodismo les encantaba, y así también ocurrió cuando hice mis semestres fallidos de periodismo en Bogotá.
En el fondo, creo que de Hemingway no se admiraba más que su puntuación como forma de la virilidad literaria, con toda su impaciencia, su falta de tacto, de ternura, de movimientos delicados, como si les gustara la agresión al toro por la agresión misma, sin considerar ni los gestos, ni el movimiento, ni la estética del torero. Esta admiración sin duda reducía a Hemingway, como he venido a entender mucho tiempo después. Hablaba más de sus lectores que del autor. García Márquez, un admirado admirador de Hemingway, lo advirtió cuando comentó el gusto de muchos escritores por el estilo y la puntuación de Hemingway: «Eso se advierte en una cierta abundancia de frases cortas, un desdén por las posibilidades explosivas del idioma y una abundancia de diálogos inútiles que en español suelen salir espantosos por la influencia del teatro español. Esta es mi preocupación con Hemingway».
Hemingway era, más que él mismo, el referente para justificar un conjunto de valores estéticos que no terminan de irse del periodismo, ni del gusto literario dominante en nuestro contexto. Proust era todo lo contrario. Era el escritor de las oraciones y los tomos enormes, de los adjetivos sin miserias, de la lentitud, de la historia atravesada por el comentario filosófico y artístico. Era algo: un escritor tierno, de la ternura, de lo suave. No transmitía dureza, ni aspereza existencial. Era todo lo que yo quería leer, y por tanto todo lo que quise leer por al menos dos años de mi vida.
Luego aprendí mejor la puntuación y me di cuenta de que en las oraciones breves había un arte tan meritorio como en las largas. También en las oraciones compactas, sin interrupciones, precisas y directas, pero, justo por eso, luminosas, tiernas, capaces de envolver en pocas palabras el regalo de una atención bien cultivada. Eso lo aprendí sobre todo con Carolina Sanín. En sus talleres de escritura, con lo que decía y con los comentarios que me dejaba en los textos que le llevaba, Carolina me despertó la conciencia de las palabras precisadas, elegidas con celo, pues son abundantes y escasas a la vez. Lo hizo también con sus textos. Sus libros son una lección de puntuación que obligan más de una vez a detenerse de admiración ante una oración bien construida, pulida, a la que se le ha sacado suficiente punta, es decir, se le ha puntuado más que bien.
Carolina mostró que el infinito no estaba solo en la frase agotadora, sin detenimiento, sino en las oraciones breves con las que se escribían los cuentos en la Antigüedad y en la Edad Media, como los de la Biblia, las Mil y una noches o los del Decamerón. Como dice Boccaccio de su propio estilo, en una referencia a De Vulgari Eloquentia, de Dante, me mostró el poder de un estilo vulgar honrado. Pero no solo en los cuentos: también en los poemas. Con Carolina leí a Dante y me admiré de sus versos justos. En la brevedad del verso está la aspiración de la prosa. Y en últimas lo que yo he imaginado como una oración unitaria y sin fin, con todas las subordinaciones e incisos posibles, no es más que un deseo de hacer un gran poema.
Comprendí que ninguno de los dos extremos, la brevedad y la longitud, implica renunciar a la elegancia de la puntuación. He procurado aprenderlos. Ya juzgará el lector si lo he hecho bien o mal. Mi pequeño libro lo escribí en frases igualmente pequeñas, tan inusuales para mí antes de ese texto.
Pero —y a Carolina le aprendí a no empezar párrafos con adversativos, aunque me fue inevitable— últimamente he tenido una necesidad: romper para siempre con la puntuación. Es la necesidad de componer oraciones que, como los mejores versos breves, no necesiten ningún signo atravesado, que tengan la contundencia del soplo ininterrumpido, del Espíritu en el desierto, pero también componer párrafos sin puntos, no a la manera de Germán Espinosa en La tejedora de coronas, sino dejando que las oraciones se presenten en su unicidad y su brillo. Escribir para dejar que las cosas simplemente se presenten. Que se presenten las ideas, las imaginaciones, los objetos, en una pura inmersión en la experiencia, casi como si pudiera vislumbrarse el estado intuitivo primario, en el que aún no han llegado las categorías, es decir, los cajones para ordenar. Es evitar el desorden no por la vía de organizar, sino de la vacuidad: dejar esta habitación vacía, y no escribir más que de ella, en ella, de lo que miro por la ventana —como ya he dicho otras veces por aquí—.
Esa es mi íntima necesidad ahora. El desorden sigue.
De Carolina Sanín también aprendí a buscar la palabra precisa y a hacerme responsable de las palabras que uso y del saber que guardan las palabras y la gramática. Sus talleres son un descubrimiento en ese sentido.
Interesante su opinión sobre Vargas Llosa, que considero es un escritor cuya fortaleza está en la estructura, más que en la música del texto. ¿Ha leído Trilogía de Jon Fosse? Me parece que es una obra con una puntuación muy particular, en apariencia repetitiva y con exceso de comas, pero que después de un rato en la lectura crea una música muy inusual.