Puede que hable mucho de inteligencia artificial, pero ningún hecho hoy me parece tan preocupante como la reducción global de la natalidad. Sobra recordar los datos. Pasa en Corea del sur o en Colombia. Hay algunos problemas previsibles de este fenómeno, como el ya constatable cierre de colegios o la desfinanciación de los sistemas pensionales. Creo que hay muchos más problemas que aún no alcanzamos a imaginar. De este problema se pueden seguir verdaderos cisnes negros.
A pesar de lo grave que es el problema, me parece que en general se diagnostica de forma equivocada.
No debería hacer aclaraciones para tontos, porque no creo tener suscriptores tales, pero, como quizás haya lectores que no están suscritos, no sobra decir que este texto no es un reproche a quienes no tienen hijos. Yo tampoco es que tenga. Eso sí: animo a cualquiera que pueda a que los tenga. A diferencia de lo que dice mi amadísimo y admiradísimo Fernando Vallejo, defensor sin par de evitar la reproducción, creo que nadie le sirve tan bien a la sociedad como aquellos que se reproducen.
¿Por qué dejamos de tener hijos?
En esencia creo que por cuatro razones, así carezca de, como dicen los economistas, “la data” para defender este argumento. Esas razones son:
Por egoísmo e individualismo.
Por la universalización de la educación, en especial la educación universitaria.
Por la intelectualización del instinto, es decir, por la conversión del sexo y la reproducción en algo controlable intelectual y científicamente.
Por la pérdida del sentido del futuro y, más específicamente, de la trascendencia.
Todo esto lo podemos reducir a poco más de tres siglos de liberalismo. Eso incluye las otras dos ideologías liberales: el comunismo y el anarquismo. El capitalismo sí es culpable de la baja de la reproducción, pero también sus «alternativas» como el socialismo o el comunismo. Varias de estas razones (sobre todo la primera y la tercera) se remiten, por lo mismo, al antecesor del liberalismo: el protestantismo, cuyo principio es el que bien dijera Hegel: la subjetividad. A su vez, se explican a aquello que, ulteriormente, engendró el protestantismo al hacer posible el liberalismo: el ateísmo social, o eso que llaman «sociedades laicas» —y antes de que crean que estoy contra la libertad religiosa, recuerdo que ha habido suficientemente plurales, como la España medieval, en las que coexistían distintas religiones, pero no bajo el modelo del «laicismo»—.
Egoísmo e individualismo
Lo que más dicen las personas para no tener hijos, en especial las de mi generación, es que tenerlos es muy caro, que el costo de vida, que los tendrán cuando lleguen a cierto punto de éxito o bienestar económico, que les quieren dar lo mejor y, cuando la cosa se vuelve política, que el capitalismo hace insostenible la reproducción. En línea con esa razón, cada vez hay más estados que intentan ofrecerles todo a quienes quieran tener hijos. Pagan por hijo o aseguran que todos los servicios necesarios. Corea del sur es un buen ejemplo. Aun así, la natalidad no mejora en este país.
Me parece que esta razón es simplemente equivocada. Es decir, sí es la razón que se alega, pero, así sea la que las personas dan, no es la causa de que no los tengan. Es lo que nos decimos para no tenerlos.
Tener hijos nunca ha sido «barato». No lo fue más para nuestros abuelos, e incluso para los abuelos de ellos. Un hijo siempre ha sido caro. Es lo que explica la existencia histórica de la pobreza infantil, de los orfanatos, en suma, de Oliver Twist, del Chavo del 8, de refranes esperanzados como el de que un niño siempre viene con el pan debajo del brazo. A esto hay que sumar algo: es probable que la prosperidad de un ciudadano promedio de hoy sea mucho mayor que la de cualquier ciudadano promedio de hace uno o dos siglos. Los pobres nunca dejaron de tener hijos por el hecho de ser pobres. Y antes había muchos más pobres que hoy. Si fuera cierto que no se tienen hijos por la falta de dinero, la humanidad habría perecido hace muchos siglos. Pero no fue así. Y es más, ha pasado lo contrario: la gente se ha vuelto más rica. Quizás no como quieren, pero ahí está el punto: de pronto tuvimos un ideal de riqueza que hizo inaceptable la vida si mantenía sus comunes carencias, dificultades y aprietos.
Lo que ha ocurrido es lo siguiente. En la escala de valores de las personas se ha vuelto más importante tener dinero que tener hijos. Lo que nos diferencia de nuestros abuelos es —además de que objetivamente sí tengamos probablemente más riqueza que ellos— que hoy nos duele más dejar de tener holgura económica, que es lo que sí quitan los hijos. De ahí que el razonamiento de muchas personas, individuales o en pareja, sea este: un hijo solo es aceptable si «nos sobra». El de nuestros abuelos era este: lo que haya se «reparte», y se tienen hijos «aunque falte». Por eso los hijos eran aceptables en la pobreza y la incomodidad.
No hace muchas generaciones, una vida podía estar bien llevada si nunca se salía del lugar conocido, es decir, si no había viajes, si no se tenía un carro, si no se practicaba la gula (eso que hoy llamamos «ser foodie»). Se anhelaba, sí, la propiedad de la casa, pero para algo que hoy falta: la familia. Para dejarla como herencia. Y quizás sí se adquiría, pero las condiciones de adquisición eran familiaristas. Es imposible que haya un mercado de vivienda accesible para individuos atomizados. La vivienda, de las malocas indígenas a los inquilinatos compartidos a las casas de mis padres, ha sido siempre algo posible por un habitar compartido.
Se me dirá en este punto que la gente que no tiene hijos por dinero no es que sea millonaria, ni nada así. Insisto: nuestros abuelos tampoco lo eran. Muchos, muchísimos, la mayoría eran simplemente pobres. Aun así, aceptaban los hijos, tantos como vinieran.
Pienso que la idea de tener hijos «si nos sobra» viene del mismo progreso en las condiciones materiales generales de las personas. Sí, no nos hemos vuelto millonarios, pero sí ligeramente más ricos que nuestros antepasados. Eso nos ha llevado a querer conservar esa posición a toda costa, y a privilegiar el posible crecimiento propio sobre el encargo de otros seres como los hijos.
Lo que digo no pasa solo con el dinero. Pasa también con el tiempo. Muchos adultos hoy se resisten a tener hijos por la idea simple de que dedicarse a ellos implica renunciar a sus actividades favoritas. Claro que implica eso. Exige dejar de tener planes con amigos, pasar menos tiempo en lo que nos gusta y más en lo que piden los hijos. Por supuesto que, sin tener yo hijos, se deja de lado el presentimiento de la felicidad que trae la experiencia de la paternidad y la maternidad.
Lo otro que se pierde de vista es el efecto económicamente positivo de tener hijos. Quien no los tiene quizás solo imagina más gasto, pero no más ingreso. Porque no logra pensar cómo su misma situación existencial cambiaría, es decir, cómo se dispondría ante sus posibilidades vitales. Ignoran lo que casi siempre ha logrado la reproducción: orientar la producción. Los hijos reconectan con el mundo, con la tierra, e imponen la necesidad de responder ante ellos: de mantenerse bien en un trabajo, de sacar adelante un negocio, de ahorrar para el mañana. Dan un sentido genuino del futuro, y uno deja de consumirse en el presente.
Tener hijos exige renunciar a sí mismo, pero eso es lo que hoy casi nadie quiere hacer. El individualismo moderno, así como el egoísmo, explican bien esa incapacidad de renuncia a sí mismo que demandan los hijos. De la veneración moderna del yo, del culto a esa nadería de la personalidad, solo puede seguirse una incapacidad de renunciar a ser uno mismo.
La universalización de la educación
Creo que esta será una de las razones que más me controviertan. ¿En qué se explica el aislamiento individualizante de la vida contemporánea? ¿Por qué nos empieza a importar más conservar más la poca riqueza que tengamos sobre reproducirnos, aunque eso implique disfrutar con menos? ¿Por qué no sabemos renunciar a nosotros mismos?
No hay dos cifras que tengan mayor correlación que la reducción de hijos por mujer y el aumento de los niveles educativos. En las regiones de Colombia es notorio. A mayor nivel educativo promedio en una región (piensen en el Vichada en los años 70 vs el Vichada hoy), más se ha reducido la cantidad de hijos. Esto no debería sorprender ni escandalizar a nadie. Lo hemos visto muchos en nuestras familias.
Piénsese solo en que una de las causas más comunes de la desescolarización de muchas adolescentes (porque las mujeres, que son las que conciben, gestan paren y las que, abandonadas por muchos padres irresponsables, acaban encargándose de los niños) es el embarazo temprano, razón por la cual se suele promover la anticoncepción o el aplazamiento del inicio de la vida sexual.
Y vamos más lejos, a los niveles de pregrado y posgraduales. Una de las barreras que más enfrentan muchas mujeres para crecer en la academia o la ciencia es el embarazo. Por esta razón, muchas lo aplazan, o deciden simplemente no tener. No diferente ocurre en el mundo empresarial. No solo la posibilidad de tener hijos se convierte para muchas mujeres es una desventaja laboral durante sus años más fértiles, pues hay empleadores que —nos parezca bien o no, poco importa— rechazan por eso mismo a muchas mujeres frente a hombres que no pasarán por las licencias de maternidad, sino que hay muchas que lo entienden y, en aras de progresar, deciden aplazar a sus hijos. No son pocas las compañías que a sus ejecutivas más prometedoras les ofrecen programas de congelamiento de ovarios.
Yo ciertamente estoy en contra de esto. Creo que las universidades y las empresas deberían trabajar activamente en atenuar las consecuencias negativas que tenga sobre las mujeres la ocurrencia de un embarazo, una cosa tan normal en la vida. También que se deberían equiparar las licencias de maternidad y paternidad —con la aclaración de que esto siempre supeditado a la obligación de que el padre, incluso si no vive con la madre, contribuya lo debido en el cuidado del bebé en sus primeros meses—. Y pienso, por demás, que si yo fuera empleador me gustaría tener madres en mi equipo de trabajo: podría apostar que tendrían un mayor sentido de responsabilidad y entrega en sus labores. No digo que una que no sea madre no pueda tener esto. Pero sí que la sola situación de tener que responder por alguien más forja un carácter con el que me gustaría contar, al menos si yo fuera el empleador.
Ahora bien, todo esto es meramente superficial. El acceso a la educación superior, y su progresiva y rarísima ampliación al grueso de la población, ha influido en la reducción de la natalidad por una razón más honda: la persona educada tiende inevitablemente a aislarse más a sí y a concebirse más desde su individualidad. En la educación moderna, educarse no es solo saber hacer algo, sino saber y ya: se exalta la posibilidad de la conciencia del mundo, pero también la conciencia de sí mismo. Se pretende la universalidad en el saber, y así también el educado busca ser universal. La educación trae entonces su primer gran efecto: enseñar el desvinculamiento del mundo, es decir, la afirmación consciente del yo frente a la existencia semiinconsciente cotidiana, en la que las cosas van pasando sin que se reflexione mucho en ellas. Y esto no solo contribuye al primer problema ya señalado, ese individualismo que se traduce en la incapacidad de renunciar a uno mismo, sino al que trataré de tercero: la intelectualización del instinto.
Por la educación moderna aparece la idea de algo como el proyecto de vida, como el plan de carrera. Una persona apenas educada —no digo hoy, sino hace cien o doscientos años— apenas si pensaría en algo como el progreso de sí mismo. Pero, como la educación participa en últimas de los progresos del espíritu, e impone y acostumbra a un modelo escalonado de crecimiento (de paso de un grado a otro, del bachillerato a la universidad, a la maestría y el doctorado), entonces la vida se imagina también así: como unas escaleras que hay que subir. En algún escalón serán válidos los hijos, pero mientras ascendemos, habrá que posponerlos. No importa si es mientras se consigue dinero, se obtiene un título más o simplemente se termina el colegio. Primero va uno con su proyecto de vida.
La educación ha sido lo que llamaríamos «una forma de salir adelante». Ha prometido progreso espiritual y material a los seres humanos. Pero es la que ha impuesto esa misma idea: que hay que salir adelante, es decir, abandonar las circunstancias actuales, en las que se ha nacido y crecido, para evitar lo que molesta o duele de ellas. Es por su paso en la educación que muchas personas consiguen ese poco de riqueza que no alcanza para compartirse con comodidad con un ser como un hijo, pero que sí es suficiente vislumbrar que podría haber más, que se puede llevar una vida más cómoda que otro no debería llegar a interrumpir o a cargar.
Por esta razón, creo que las universidades mismas son responsables de su pérdida de largo plazo. A medida que las universidades formen más gente, es muy probable que un porcentaje más significativo tenga menos hijos, por lo que causó el paso universitario en la vida. Eso significa: menos estudiantes futuros.
La intelectualización del instinto
La masificación de la anticoncepción efectiva no ha sido solo una manera de, como dicen hoy, decidir. No es un agregado al sexo de toda la vida. La decisión ocurre en el mismo plano en el que el sujeto alcanza conciencia de sí mismo y se individualiza. O en otras palabras: poder decidir —tener hijos o cualquier otra cosa— implica empezar situarse en el plano de la subjetividad reflexiva en el que el individualismo se produce socialmente, al punto de exacerbarse tanto que se hace inconcebible renunciar a sí mismo por cualquier motivo.
Pero hay algo más que ocurre cuando se puede «decidir» tener hijos, y desligar el placer y las relaciones sexuales de la inevitabilidad de la reproducción. O no es algo más: es exactamente lo que ocurre cuando se forma esa suerte de autoconciencia sexual que implica el poder decidir que ofrece la anticoncepción. Es que el sexo pasa de estar en el plano del instinto y empieza a estar en el plano de la inteligencia. La diferencia no es menor, y quizás no sepa señalarla de la mejor manera. Entonces el ser humano puede usar todo su saber para dirigir su placer, aumentarlo, reducirlo, dirigirlo a uno u otro objeto. Antes no era así. Que el sexo y la reproducción fueran instintitvos implicaban que estaban libres del yugo de la conciencia de la muerte, y más bien siempre impulsados por el deseo de vida que late en cada ser vivo.
Ante los instintos sexuales no había más que una respuesta de la inteligencia: la moral, en tanto que control, o incluso represión, de las pasiones o instintos. Ahora no es así: la inteligencia puede hacerse cargo de lo que pasa con el instinto. Ya no solo por la anticoncepción, que es signo ante todo del dominio racional y científico que hemos alcanzado sobre nuestra propia experiencia del cuerpo y la sexualidad. Hablo de todos los mecanismos mediante los cuales nos hemos vuelto controladores de la forma en que ganamos, perdemos, regulamos el placer sexual, del viagra a los juguetes sexuales, pero también la pornografía, como medio de estimulación regulable y controlable por sus consumidores. La inteligencia se convirtió en la dueña del placer y del modo de vivirlo, y supo controlar sus efectos (como el nacimiento de los hijos). El sexo se desnaturalizó: perdió su naturaleza instintiva y ganó una naturaleza intelectual. Intelectual era el control de las pasiones, no la vida pasional dirigida intelectualmente, que es lo que han hecho la ciencia y la técnica alrededor del sexo en las últimas décadas.
No me sorprende que cada vez haya menos interés por el sexo en muchas sociedades, como se ve en Japón. ¿Cómo es posible que sea más difícil el placer en una época que lo promueve al extremo, que da todos los medios para lograrlo? ¿Cómo es posible la infelicidad —para hacernos una pregunta típica de los neurotontos que creen que la felicidad es asunto fisiológico— cuando la dopamina y las endorfinas son más fáciles de obtener que nunca antes en la vida? Mi respuesta es la que digo: la intelectualización de una actividad instintiva como las relaciones sexuales.
La reproducción es sin embargo instintiva. Su naturaleza implica que ocurra por el impulso de la vida a perpetuarse sin que nada la detenga. Ese deseo ciertamente no puede estar del todo en la inteligencia. Un hijo es en ella motivo de cálculo o imaginación controlada. Tiene que caber dentro del proyecto de vida. No es algo que llegue y ya. Se puede planificar, pero se somete al mismo cálculo: ¿me alcanza o no? Al quedar la reproducción en manos de la inteligencia, se vuelve casi inevitable que se reduzca a su mínima expresión. Pero hay que insistir en algo: también lo harán el sexo y el deseo, pues pierden su finalidad. La anhedonia tiene por qué ser uno de los problemas más recurrentes de nuestro tiempo.
Entre el sexo instintivo y el sexo planificable y calculable no hay una mera diferencia de grado: hay un cambio radical de naturaleza. Solo que nuestra mentalidad científica que solo reconoce causas mecánicas es incapaz de ver la causa final del sexo, que sí es la reproducción, pero, más que eso, la perpetuación de la vida, la superación de la finitud específica que somos mientras estamos en este mundo.
La pérdida del sentido de trascendencia
Pero la inteligencia implica la conciencia, y la conciencia es siempre conciencia de la muerte. En el plano de la decisión no actúa el deseo irrefrenable de vida, sino el saber de la muerte, y también el sentido de la finitud que nos limita al aquí y ahora: a nuestra individualidad que termina en nosotros mismos, que no incluye ni otra vida en el más allá, ni otra vida aquí mismo (es decir, un hijo).
La religión, como bien explica Bergson en Las dos fuentes de la moral y la religión, es una compensación del instinto para los excesos de la inteligencia: promete, por ejemplo, la vida eterna, cuando la inteligencia solo puede reconocer una vida limitada, finita, que termina con la muerte. También los hijos lo hace: prometen la inmortalidad del recuerdo, de la perpetuación a través de otros. Pero cuando el sentido de la trascendencia se pierde los hijos también dejan de ser deseados.
No por nada son los sectores más religiosos aquellos que más hijos tienen. No solo porque muchas religiones critiquen con fuerza la anticoncepción, sino porque mantienen vivo ese sentido de lo trascendente a uno mismo que permite que se abra camino el instinto reproductivo. También son las que le hacen pensar al ser humano en una vida más allá de la inmediatez conocida.
Pero nuestro deseo se ha convertido en un deseo limitado y limitable, intrascendente en un sentido muy estricto. Está ahora. Pierde su objeto ulterior, es decir, aquello que está en el futuro. De ahí que necesite consumirse inmediatamente: ya no es deseo, sino puro placer.
Y eso es en últimas lo que creo que ha pasado: cada vez deseamos menos, y solo conocemos la satisfacción sin aquello que se debe satisfacer, el goce sin deseo. Pero el deseo es la única y verdadera fuerza de la naturaleza y del ser humano. Ahora que la tecnología insiste en reemplazarnos, tal vez ya nos estamos reemplazando cuando nos desinteresamos de lo que nos anima y aceptamos sin más la pérdida de nuestro poder de desear. Dije que no iba a hablar más de IA, pero sí hay que hacerlo, pues el deseo es lo inimitable por la IA, lo que ella no puede producir por ser el deseo el que la produce a ella.
(Me tardé dos semanas terminando este ensayo. Me perdonará el lector que no le enviara nada la semana pasada).
Uf, qué necesario esto. Y la consecuencia de reducir el deseo al goce, de conformarnos con la inteligencia como único motor, no es solo dejar de tener hijos, sino la atrofia del encuentro místico, de la metamorfosis, de esa capacidad de sentir al otro (y a lo otro) en uno. Sin deseo no hay alquimia, y terminamos siendo el simulacro que has mencionado en otros ensayos: una idea, una proyección que ni germina ni palpita ni cambia: puro texto. Todo bien con la decisión de no tener hijos, mientras haya una disposición a parirse a sí mismo y cuidarse y conocerse con la responsabilidad que merece cualquier criatura en este mundo. Pero estamos delegándole nuestra propia crianza a inventos y artificios que no nutren, no sienten, no saben. Gracias por este ensayo: describes con precisión lo que traen los hijos, ese sentido de trascendencia y de conexión con mi oficio que no conocía antes de ellos.
Muy bueno, felicotaciones.