El esfuerzo en la claridad es un reconocimiento de nuestra común pertenencia a la humanidad.
Durante muchos años, defendí la oscuridad en la escritura. Amaba —o amo— leer los filósofos con más fama de incomprensibles, y lo veía como el mayor mérito: desentrañar esas lecturas a las que renunciaban muchos de mis compañeros, de las que se hablaba como sumamente difíciles, de las que tenían que sacar guías enteras para orientarse. Hablo de filósofos como Heidegger o Hegel, pero sobre todo los que llaman «posmodernos». Mi primera motivación para leer a Deleuze o Derrida era probar que los podía entender, que no me rendía ante ellos. La gente busca probar que corre maratones o que sube montañas. Para mí, la maratón era leer 'El Antiedipo', de Deleuze, o 'Ser y tiempo', de Heidegger.
Me irritaban todos los comentarios sobre su incomprensibilidad, en especial los que hacían los llamados filósofos analíticos, que son, para los que no sepan, la «tradición» (pongo la palabra entre comillas porque apenas llevan cien años) más ridícula que ha surgido en la filosofía, iniciada por pensadores francamente mediocres como Bertrand Russell o Rudolf Carnap, que acusaban de sinsentido a lo que ellos no se esforzaban mínimamente en entender —espero que aquí no haya muchos Russell lovers—.
Por esa razón, cuando hice mi tesis en filosofía intenté ser lo más oscuro que pudiera. Riguroso, sí, y claro a mi manera, pero sin cederle media explicación a la cotidianidad del sentido común. Como le decía a mi mamá, escribir para que no me entendieran, como si eso tuviera algún mérito.
Luego vino la vida.
Empecé a trabajar en publicidad y mercadeo, y tuve que dejar las «palabras de libros» (como ingeniosa y lúcidamente dijo hace días un amigo) para volver a las expresiones sencillas y contundentes. Cuando salté a la consultoría, más tuve que hacerlo. El consultor tiene la tentación de considerarse un intelectual o un profesor, pero no solo no lo es, sino que su mérito está en usar la conversación para transformar a su interlocutor, no en deslumbrarlo —y menos que uno se va a deslumbrar cuando su referente es Hegel, no Michael Porter, y me perdonan la soberbia filosófica—.
Entonces entendí algo que le había leído hace años a Albert Camus en su discurso de recepción del premio Nobel: el escritor —sea que escriba cartas de amor, respuestas a PQR, posts de LinkedIn o novelas— debe reconocer lo que lo une a sus semejantes, más que lo que lo separa de ellos.
El lenguaje es exactamente eso. Es un lugar común. No por nada hablamos así: por tópicos —que en español significa «lugar común» o ungüento aplicable sobre la piel, no «tema», como mal traducen del inglés, y me perdonan usar «palabras de libros»— y por expresiones consabidas y heredadas a veces de forma inconsciente.
Escribir con claridad es una forma de recordar la humanidad compartida. Es un esfuerzo no solo de buen estilo, sino de respeto al otro, al lector. Los autores renacentistas sabían que la principal virtud del estilo es la perspicuidad: la visibilidad del estilo, es decir, la posibilidad de ver a través de él.
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