Soy un prolífico autor de manuscritos inconclusos. Un día a los catorce años llegué del colegio, abrí el computador de mi mamá y empecé a escribir un cuento con la firme resolución de responderles a los textos que ese año había empezado a amar: los de la gran literatura latinoamericana. Hice un cuento sobre estar muerto, que me inspiró un pensamiento que tuve mientras recostaba la cabeza en la ventanilla del bus del colegio —eso que en otras partes llaman «ruta»—. Luego hice otros más. A final de año tenía un libro de cuentos que imprimí y encuaderné por mi cuenta y se lo regalé a mi papá de navidad. Desde entonces solo he acabado tres textos, salvo por estas entradas de blog que escribo cada tanto aquí, antes en LinkedIn, antes en Patreon y antes en Wordpress, que son más bien fragmentos sin todo. Los textos son, a saber, el tríptico que publiqué (Los tiempos de la mudanza o, como me gusta llamarlo, pues la editorial le puso título contra mi voluntad, El inventario de los días), un relato largo sobre la agonía de mi abuela Lucía, y un relato de amor que a casi nadie le he mostrado. Nada más. Tengo el computador lleno de novelas y ensayos inacabados. Hay cientos de páginas iniciales e intermedias, pero no hay finales.
Durante años he tratado de terminar. Pero apenas lo he logrado. A veces no lo hago ni siquiera en este formato corto. El cansancio me vence. A los otros textos, los que aspiran a una mayor longitud, se les atraviesan dos cosas en su camino al punto final: o la idea del siguiente texto, o un proyecto de vida que debo satisfacer para, digamos, hacer posible la supuesta terminación. Pero casi siempre es la idea de tener las condiciones adecuadas: por fin el silencio, el tiempo libre, las ideas claras. Y que no venga mi mamá a ofrecerme algo, que no me escriban por Whatsapp, que no me distraiga por Instagram un video de recetas. Las condiciones «adecuadas» no estarán nunca. Escribir solo es posible porque uno no se adecúa.
En el colegio creía que tendría lo necesario para escribir si me iba de Medellín, sobre todo si estudiaba algo muy «ligado a la literatura» como el periodismo —que fue mi opción antes de pasarme a Filosofía en cuarto semestre—. Luego, en la universidad, creía que lo podría hacer cuando las clases no me interrumpieran tanto, e incluso, cuando ya estudiara filosofía y aprendiera verdaderas ideas porque, de lo contrario, sería un escritor superficial y folclórico más, como los que abundan en el medio literario colombiano. Pero cuando vinieron esas ideas filosóficas, apareció otra necesidad: entenderlas. Exigían dedicarse a la hostilidad de la prosa filosófica, tan alejada de los textos que aspiraba a hacer. La escritura quedó para después del grado, cuando ya no tuviera que dedicarme a mis tesis de filosofía. Pero tampoco llegó. Me quedé con el hartazgo: el estilo filosófico me dominaba, y quería quitármelo de encima. Me demoré varios años, y tal vez siga aquí. De nuevo, algo más para hacer antes de poder terminar, e incluso de poder empezar. Después tuve tiempo libre y un trabajo bien pago y poco exigente: tampoco pasó nada.
En el entretanto tuve un consuelo vanidoso: que Proust había escrito tres mil páginas acerca de aplazar una y otra vez su propio texto. Muchas razones hay, claro, para no compararse con Proust, pero ese consuelo era inútil por ser falso. La novela de Proust no se trata sobre no terminar, sino sobre aplazar el comienzo. Es acerca de lo necesario para empezar: la violencia sensible, aquello que nos fuerza a pensar y escribir. A Proust también le faltan las páginas finales, pero no porque no las hubiera escrito —En busca del tiempo perdido tiene sus tres puntos que lo cierran—, sino porque la naturaleza de su texto era el inacabamiento de la digresión perpetuamente abierta. Tal vez aquí hay otra lección: el punto no es terminar, cerrar de manera completa, redondear, sino poder estar en algo que ya nunca termine, en un solo placer del texto.
Mi desesperanza es perder esa intensidad que se conquista solo en la página. Mi aspiración es no salirme nunca de ese momento; alargar para siempre la frase del descubrimiento poético. La perfección del estilo consiste en ofrecerle al lector una continuidad en la sensibilidad que es imposible por fuera de la literatura. Consiste en mantenerlo en vilo, igual que lo hacía Sherezade con el sultán. La tarea de la vida del escritor es hacer que el texto sobreviva hasta la noche siguiente, y recuperar en cada frase la intuición inicial y única por la que escribe. Pero el escritor es más como el sultán que como Sherezade, y está siempre a punto de pedirle a su padre que le corte el cuello —por «padre» entiéndase todo: la sociedad que ayuda a vivir bien sin escribir, el trabajito, la universidad, el ahorro—. Por eso la única condición «óptima» para escribir es no tener más opción que hacerlo. Elegir entre la escritura o la muerte.
No seré yo quien defienda lo que Carlos Mario Aguirre llamó «la vocación de comer mierda». Lejos están ya los tiempos en los que decidir ser escritor debía consistir en perderlo todo o vivir mal. No me gustó nunca la Generación Beat, y menos creo que siga siendo cierta la idea de que para hacerse escritor latinoamericano hay que ir a vivir a un apartamentico en París. Pero sí es necesaria una radicalidad en la escritura que a veces exige renunciar a cualquier otra pretensión sobre la vida propia. Se trata de comprender que solo hay una manera de escribir y terminar: vivir de modo tal que no haya nada más importante que la página que se quiere componer. Todo lo demás es útil o necesario por esa página. Soy consciente cuando uso el singular: creo que no se está ni siquiera detrás de un libro, de un volumen, sino de una página única e imposible que se escapa en cada línea. Cuando releo mis manuscritos inconclusos, descubro que mi única página es el intento de una composición de lugar: mi habitación. Todo podría escribirlo si fuera hasta el fondo en describir solo la ventana, el escritorio, el clóset o la cama. No tengo más cosas. Pero entre ellas está todo lo que tendría que expresar, e incluso diría: solo en mi ventana. Escribir es para mí asomar la cabeza y ver a través del vidrio que, quizás, puede pasar de ser el de mi alcoba a ser el de la ventanilla del carro en el que íbamos a la finca, y por el que veía los árboles que saltaban mientras me dormía en las piernas de mi abuela. Solo he escrito para ver a través del vidrio, describir su trasparencia, la opacidad sutil que refracta el mundo y me protege de él, que acentúa mi temor ante lo que pasa afuera. Terminaría si me las viera plenamente con mi ventana, si no me importara nada más que observarla y hablar del pájaro que se posa en el alféizar antes de que lo espante.
No lo voy a hacer. De pronto no necesito condiciones óptimas, sino que me enfrento a otra cosa: la siguiente idea, la dedicación a páginas que no son esa página única. Hay una gran manera de no escribir que consiste en escribir. Algo parece más importante que mi ventana. Digamos, una tesis de grado o un newsletter. Ni hablar de la necesidad de comentar qué está ocurriendo con la IA en el mundo o por qué la violencia es la única salida a la dictadura de Venezuela. Entonces uno se consuela con que eso es escribir, solo que de otro tema. Ojalá fuera así. Por opinar (que es lo que hacemos todos, un profesor universitario, los premios Nobel de esta semana, los columnistas, los expertos en negocios o ChatGPT con su palabrosidad insoportable) y dialogar, por intentar ese texto o ese tuit que supuestamente necesita la humanidad, uno renuncia a la expresión. Nada falsea tanto la escritura como la idea de que es diálogo o comunicación. Entre el lector y el escritor jamás hay un punto común, un sentido compartido que haga posible el mutuo entendimiento. Muy al contrario, hay un malentendido irreparable, un desajuste perpetuo. Cuando uno empieza a escribir para «dialogar», cambia de texto. Cuando tiene «otro tema», no tiene el suyo. Pierde lo único que hace valioso a un escritor: el estilo, que solo se adecúa a un tema, que no sirve más que para una página.
Corregir un texto tendría que ser una separación entre el texto que sí se está escribiendo y aquel con el que se finge escribir. Es una división entre lo necesario y lo esforzado, incluso lo virtuoso. Muy pocas son las líneas verdaderas de un escritor. Cada una cuesta silencio y dolor. Las demás sobran, pero son aquellas con las que uno se consuela —ahí sí, creerse Proust es más bien bobada— cuando le avergüenza verle la cara a la propia cobardía que hay en decidir vivir una vida en la que importan los «otros temas». Son la respuesta de un adicto al ruido verbal, a la sintaxis hecha de lugares comunes, al virtuosismo gramatical. En esto escribir por escribir no es diferente del alcoholismo, ni a ningún otro vicio. Todos se cogen para el doble propósito de terminar de disolverse, pero a la vez pegar los pedazos de vida que a uno se le rompieron. Las adicciones sirven para resignarse a la falta de valor para ver lo que exige la vida. O para quitarle importancia a todo, o para dársela a lo que no la tiene; en todo caso, para evitar la valentía. Por eso el trabajo es un vicio más, y no hay tal vez ninguno tan adictivo. Más que el salario —que envicia como nada—, lo es el aferramiento a la importancia del «trabajito». Se dirá, claro, que es una necesidad. Sin duda que lo es. Para el diabético también lo es la insulina. Para el heroinómano, la heroína. Para el trabajador, el trabajo, que tiene también sus alucinaciones, sus goces pasajeros, su falso calor en medio del frío. Cuando pienso en lo mucho a lo que renuncio en lo que debería importarme —esa única página— por el trabajo, me veo de inmediato en el aferramiento del adicto: ¿qué podría hacer si no pusiera todos mis pensamientos en una tarea que debo realizar? ¿Y si todo me diera igual? Heme aquí, por ejemplo, en medio párrafo, cuando es casi la medianoche, pensando en trabajo.
Dejémoslo ahí. El trabajo es también parte de ese texto que uno hace por no hacer el que le toca. Aunque tal vez hay que entender algo: el texto «verdadero» surge solo de las páginas que se rompen, de esas con las que uno se engañaba. Y son verdaderas porque son las únicas con la fuerza suficiente para imponerse sobre el vicio de hacer el texto falso. Son las que le cuenta Sherezade a un sultán adicto a la muerte.
¿Seré capaz de esa radicalidad? Me lo he preguntado desde que abrí este newsletter. Mi hartazgo primero con Twitter, luego con el newsletter de LinkedIn, quizás con casi todo aquello que digo y hago para hacerme una imagen, se ha convertido en el deseo de que solo algo sea importante: hablar de mi ventana. Es el deseo de escribir con valentía, de evitar las páginas de la cobardía, que son las que tratan de otros temas.
Ya veremos si lo cumplo. Este newsletter debería ser para acabar con la vergüenza y la contención, y escribir de todo lo que me avergüenza: el cuerpo, mi sexualidad, mis creencias religiosas o lo que detesto de este mundo. Vengo de la red del optimismo fingido: LinkedIn, y se me contagió. Justo hoy descubría el newsletter de Jorge Caraballo, y admiraba que no le dieran vergüenza cosas como hablar del parto de su pareja o de su propia formación sexual. Así hay muchos más temas: mi familia, mi historia política, mis opiniones sobre personas que se admiran sin razón.
Necesitaba hacer esta digresión respecto del tema que había prometido continuar: la acción. Pero ya ve el lector que también es una continuación: si la acción es expresión, ¿no es necesario empezar por denunciar mi propia inexpresión, el mundo que aún guardo en el fondo de mi ser de mónada? Entonces descubro mi punto: en pensar a fondo la expresión está también lo que aquí ahora me frustra. El texto verdadero que se esconde en aquel texto falso sobre filósofos, vida y empresa es la cuestión mía misma: ¿cómo alcanzar el suficiente valor para expresarse?
Pero ya les hablaré de eso en la siguiente entrega, con Bergson, Spinoza y Deleuze, como había prometido.
La digresión se mantiene abierta.