El texto sobre el papa Francisco me sirvió para empezar a hablar más libremente de lo que más me inquieta desde hace un año: la fe. Ahora entonces quiero exponer algo que llevo pensando y escribiendo desde entonces, pero que no me atrevía a compartir, quizás por su carácter más «confesional»: el ateísmo de los filósofos. Y como yo soy filósofo, en este texto voy a hablar con el corazón desnudo, tal como se le presenta a Dios en el acto de contrición eucarístico, pero también como, en ese mismo acto, se les presenta a los miembros de la Iglesia. Para hablar, no puedo hablar sobre Dios, en tercera persona, ni en nombre de la comunidad de la que mis padres me hicieron miembro poco después de nacer. No me sirven ni el «Él», ni el «nosotros»: tan solo el «yo», la primera persona, que es aquella en la que está escrito el Credo apostólico, pero también que es mi persona gramatical favorita, en la que siempre he procurado escribir. El Credo de Nicea tiene tres verbos: creo, confieso y espero. Si los examinamos profundamente, no tardaremos en darnos cuenta de que cada uno nos revela el sentido de las tres virtudes teologales: la fe, la caridad y la esperanza. Quiero hablar ahora sobre el primer verbo, el relativo a la creencia, pero solo lo puedo decir desde el segundo verbo: confieso, que es con el que empieza la oración penitencial: «Yo confieso ante Dios todo poderoso y ante ustedes que he pecado mucho de pensamiento, obra y omisión…» Hablar ante los otros es ponerse en situación confesional, y confesar evoca varios sentidos.
Entre otras muchas cosas, confesar es contar algo que uno llevaba adentro y que estaba oculto. La confesión nos muestra como seres que tienen interioridad, que no son pura vida exterior, es decir, vida sin espacio para sí. Afirma que somos también eso que Montaigne llamaba «trastienda interior», un espacio propio, solitario, que debemos procurar buscar. En otras palabras, la confesión nos reafirma que somos un yo, y le da un lugar propio y exclusivo a ese yo. Hay una sabiduría en que la oración penitencial no omita el pronombre «Yo», cuando podría dejarlo perfectamente tácito, dada la conjugación inconfundible del verbo «confieso». Y es porque la confesión viene de un yo. Pero el yo es a la vez el que se pone ante otros, el que confiesa, y el que está adentro y se oculta. El yo puede expresarse, es decir, aparecer ante otros y mostrar lo que es en su lugar exclusivo: revelar su interioridad, compartirla con los demás, entrar en comunión. Pero también negarse y ocultarse. En el yo está la decisión expresiva, esto es, la posibilidad de la confesión. En esto vemos algo más: el yo, por ser ese pliegue entre la interioridad y la exterioridad, por ser una interioridad que se reclama a sí misma frente a las fuerzas de lo exterior, es libre. Un yo sin interioridad carecería de libertad. Por ser libre, está en el yo hacer de sí, de su interioridad, lo que mejor crea. O más bien: hacer aquello en lo que cree. En cada acto el yo da cuenta de lo que cree. Cuando uno confiesa algo, confiesa su creencia. Y la creencia, contrario a lo que piensa cierta filosofía moderna, no es solo aquello en lo que se está, sino aquello que es lo propio del acto libre. Actuar libremente no es elegir entre una cosa y otra, sino, como sabía Bergson, unir el yo (la interioridad) a los actos, hacer que sean la expresión más pura y profunda de lo que somos: cada acto libre es una creencia, en tanto que da cuenta del yo unido a la acción. La confesión penitencial reconoce esta libertad: una de las posibilidades para el yo es el pecado. Pero la penitencia invita al yo a salir de sí, es decir, a desocultarse y mostrarse, que es lo mismo que sacar el pecado de sí, esto es, esa creencia que éramos. En el pasaje del Génesis en el que el hombre y la mujer pecan por primera vez, queda muy claro esto: Adán y Eva se ocultan a Dios. Dios los busca porque se han ocultado. Les da vergüenza estar desnudos. Pero notemos algo aquí: es el pecado el que mantiene oculto, el que hace que la desnudez se viva y se sienta como vergüenza. Por el contrario, en el arrepentimiento no hay vergüenza y se sabe salir de nuevo ante Dios. Erróneamente se suele acusar al cristianismo de promover una moral de la vergüenza, pero es todo lo contrario: es el pecado el que causa la vergüenza, y es el mensaje cristiano el que conduce al ser humano a no sentir más eso.
Para evitar la tentación de la digresión infinita (tentación a la que es inútil resistirse, pues es sobre la que está fundada este newsletter), digamos que quien no se arrepiente es quien ha decidido mantener el pecado adentro, es decir, seguir creyendo en algo que no es Dios, mantenerse oculto a sus ojos y concluir, por su cortedad de vista, que Dios no existe. El sentimiento de arrepentimiento, la petición de piedad, es la experiencia de querer negar lo que se es y ha sido, siguiendo el llamado de Cristo de negarnos a nosotros mismos. Esta negación debe entenderse como un acontecimiento de liberación y amor: consiste en recusar lo que se fue y se ha sido, no para odiarse, sino para ser libre y ligero, para descargar todo eso que está en la interioridad del yo y que lo colma, y eso en función de otro yo posible o, más bien, de un yo liberado y más libre que puede volver a recogerse en sí mismo, pero no solitariamente: al volver a sí, ahora le puede abrir espacio a Dios, no ocultarse más ante Él, incluso en la mayor intimidad, que es la que se busca en la oración. Así le ocurre al gran confesador de la Iglesia, San Agustín, quien, después de confesar sus pecados y su vida, es decir, todo aquello que había vivido y le había ocurrido en su interioridad rebelde a Dios, descubre a Dios en su propio ser. Dios siempre está ahí, como está en todas partes, pero hay que abrirle espacio. O como dice el maestro Eckhart, en su sermón sobre la expulsión de los mercaderes del templo: Jesús los expulsa a todos porque quiere quedarse a solas con nosotros. Confesarse ante otros es poder volver ese lugar de nuestro corazón donde Dios podrá estar: convertirlo en templo.
Para decir «Yo creo», quiero y necesito decir antes: «Yo confieso». En palabras del papa Benedicto XVI: a la fe «solo se llega por lo que la Biblia llama ‘conversión’ o ‘arrepentimiento’ (…) Sí, la fe es la conversión en la que el hombre se da cuenta de que va detrás de una ilusión al entregarse a lo visible». Pero no hay arrepentimiento sin confesión, y en este mi caso de algo muy específico: el ateísmo. Yo confieso ante Dios y ante la Iglesia que he sido ateo, y que todos cuanto pueda llamar pecados, de cualquier orden y magnitud, son derivados de ese único llamado ateísmo. Atea, el alma se encierra en sí misma. Y solo se puede lanzar verdaderamente fuera de sí, esto es, trascenderse, si abandona el ocultamiento ante Dios que lo llama en el Jardín del Edén, es decir, la falsedad que ha confundido con el conocimiento, es decir, la mentira, es decir, el ateísmo.
Quiero entonces examinar este pecado de ateísmo, pues es el primer camino que veo posible para explicar y explicarme qué es la fe. ¿Qué es la fe? Esta es una pregunta suficientemente difícil para responderse con la rapidez con la que lo hizo mi abuela Lucía en quinto de primaria. Cuenta ella en el libro de su vida, a su manera sus Confesiones, que, para pasar el año, les hacían un examen ante el sacerdote del colegio, los profesores y los padres de familia, en el que le preguntaban, por ejemplo, sobre el Catecismo del Padre Astete, del cual ella solo se sabía algo: qué es fe. Mi abuela no sabía nada porque se dedicaba a jugar, faltaba a clase, se metía a mangas a robar mangos. Ignoraba el resto de enseñanzas escolares, y tenía todo para perder el año. Pero, dice ella con estas palabras, «esa misma fe la salvó» porque fue lo único que le preguntaron, a pesar de que no sabía nada más. Respondió que fe es creer en lo que no vemos. Pasó el año y siguió haciendo lo que hizo hasta el final de su vida: jugar, correr por mangas, treparse en árboles, siempre llevando consigo la definición de fe, que era la fe misma, es decir, su certeza incuestionable, su seguridad suprema, en lo invisible que la acompañaba en cada paso, que la protegía de raspones y caídas, tanto de exámenes memorísticos realizados por curas como de los retenes guerrilleros de los que tantas veces salió intacta. Esta imagen infantil de mi abuela, esta anécdota que he releído muchas veces y que oí de su voz cada vez más olvidada, es quizás suficiente para entender qué es la fe: la seguridad de sus correrías, la firmeza de sus pasos, que no debía mirar el suelo, sino solo seguir adelante, por los caminos de las montañas y la vida. Como mujer de fe, mi abuela no dudaba, no se detenía, tan solo reposaba cuando se cansaba, y se pasaba un pañuelo por el sudor abundante de la frente, pero no renunciaba a seguir adelante, por trochas y quebradas, hacia Dios. Era así porque sabía que, a pesar de los problemas visibles que surgieran, ella creía en lo invisible como lo que salva, no importa si es de curas corchadores o del pecado y su condenación. Toda esta historia sería suficiente para responder la pregunta de qué es el ateísmo, el pecado que confieso: ser ateo es no creer en lo invisible, y mucho menos en que salva, y en la salvación misma. Siendo así, podría pasar del «Yo confieso» al «Yo creo» y, aún más, al «Yo espero», que es la esperanza en la resurrección de los muertos y la vida eterna, en la que, todo hay que decirlo, espero volver a encontrar a mi abuela y su amor.
Pero no es mi abuela la que se confiesa: soy yo. Su historia contesta qué es la fe, pero no qué es el ateísmo. Y aún más: leída como la acabo de leer, aceptaría que el ateísmo y la fe son opuestas y contrarias, cuando no es así. O más bien: que si hay ateísmo no hay fe, cosa que es cierta superficialmente, pero profundamente falsa, pues equipararía el ateísmo con la fe en su poder. Equipararía una falla humana con un regalo divino, como si el hombre ateo pudiera erigirse tan alto y potente como el hombre de fe, pero esto ya sí nos dice qué es el ateísmo: la soberbia del hombre que se equipara a Dios, cree poder dominarlo y, por extensión, lo niega. Y entonces el ateo ve como inferior al creyente, o al menos como su igual. Nótese aquí la relación inevitable entre el ateísmo y la idolatría: para llevar a cabo esta negación, el hombre debe sentirse capaz de fabricar un dios que le quepa en sus manos, para luego ser el que lo destruye. Y nada debe sorprendernos: el idólatra adora como Dios algo que no es Dios, sino que es su propia creación. Se asume como creador y cree en una criatura sin vida, a la que luego, incluso con razón, rechaza como superior a sí mismo.
El ateísmo en mí ha sido menos obvio y mucho más sutil. De esto es de lo que debo confesarme. Esto es también lo que me gustaría exponer ante mis hermanos de la Iglesia, si es que lo que digo tiene algo de sentido y de verdad: el peligro de un ateísmo que no se presenta a sí mismo como tal. Un ateísmo que se puede presentar como creencia en Dios, si se quiere, y del que me parece que los cristianos, desoyendo las palabras de Cristo en el evangelio de Marcos, no están suficientemente alertas hoy. Como nos dice el Señor: «manténganse ustedes despiertos y vigilantes, porque no saben cuándo llegará el momento» (Marcos 13:33). La espera, la esperanza, exige mantenerse despierto y vigilante, estar alerta de la llegada de Cristo: la fe. Y la fe es poco más que eso: mantenerse o, como dice también el Señor, permanecer. Pero no es cualquier mantenerse: es hacerlo despierto, vigilante, con los ojos abiertos, evitando el sueño en el que, en otro pasaje del evangelio, caen los apóstoles cuando el Señor les manda orar. Esto exige, a su vez, tener los ojos abiertos a lo que no se ve, que es lo que se espera, lo que no se conoce aún, lo que no se puede calcular porque no es visible. O como diría mi abuela: abrir los ojos a lo invisible. Para manternos alertas, despiertos y vigilantes hay que evitar cerrar los ojos, y eso implica luchar contra aquello que los cierra, ver lo que amenaza la espera que nos manda el Señor. Otra definición de fe surge aquí: fe es el despertar de una existencia dormida. Fe es vigilar. O también: fe es aquello que nos salva de la derrota del cansancio que nos duerme.
La fe, nuestra fe, peligra si no estamos alertas ante todo lo que la amenaza. El ateísmo del que hablo es una amenaza a esa vigilancia, y me parece que estamos llamados a examinarlo, pues tiene un gran poder para dormir al hombre, para que deje de esperar y de estar alerta, pues le da la falsa certeza de que ya tiene la fe.
¿Cómo es posible decir «Creo en Dios» y, sin embargo, ser ateo? Nuestra época deja cada vez más en ridículo a los ateos militantes y declarados del estilo de Richard Dawkins. Son sin duda los peores herederos y lectores de la racionalidad moderna. No son estos ateos los que me interesan, ni, en mi opinión, los que más amenazan la fe. Son más bien aquellos que son ateos en nombre de Dios, sin darse cuenta siquiera de que lo son: precisamente, los que no están alertas, ni permanecen despiertos y vigilantes. Este ateísmo es el signo de lo que los filósofos contemporáneos han visto como un «retorno de los religioso» frente a un fallido intento moderno de volver laicos a los Estados y dejar la fe como una cuestión privada. Pues bien, estos filósofos se equivocan porque en ese «retorno» de lo religioso se lee precisamente el triunfo del esfuerzo moderno. No hay ningún retorno, sino una consumación y una continuación. El ateísmo hoy tiene dos grandes expresiones, y ambas hablan en nombre de Dios.
La primera expresión, que es lo que ven los filósofos, es el surgimiento de los cultos personales e individuales, esos conjuntos doctrinales que hoy muchas personas se fabrican a su gusto y medida, tomando esto del budismo, aquello del chamanismo, esto otro del judaísmo, una cosa más del hinduismo y, en el centro, su uso y abuso de la fe cristiana y las sagradas escrituras. Llamaremos a esto «luteranismo expandido», pues es la radicalización de las ‘solas’ luteranas, cuyo sentido no es más que uno: la negación del sentido de Iglesia, esto es, de la pertenencia a un nosotros que nos vincula, nos ayuda a comprender e interpretar, nos une a Cristo, frente al cual el protestantismo reclama una falsa intimidad y soledad. El impulso de Lutero fue el de hacerse una religión a la medida de uno mismo. Al negar a la Iglesia, ese «ante» de la confesión, encerró al hombre en un yo vacío de Dios, en el que, contrario a lo que pensaba Lutero, no se puede quedar uno a solas con Cristo, como decía el maestro Eckhart, porque, precisamente, hace imposible la confesión y la comunión. «Protestante»: nombre perfecto para describir y ocultar la soberbia que subyace al ateo. El protestante cree tanto en sí mismo que se considera dueño de lo que está llamado a creer, comprender, interpretar y hacer. Durante siglos, esta protesta se mantuvo en el marco del lenguaje cristiano, lo que Dawkins llamara «cultura cristiana», pero en nuestro tiempo se amplió a todos los elementos de las otras creencias humanas.
La segunda expresión de este ateísmo es aquel en el que más he caído: el Dios filosófico. Por supuesto, este Dios es correlativo al protestantismo, pero, si se quiere, es menos popular, aunque es igualmente un Dios a la medida del ser humano. Hablo aquí de los conceptos «racionales» de Dios que han propuesto los diversos filósofos modernos, protestantes, y que han sido la base lejana de casi todas las discusiones filosóficas contemporáneas. No hay filosofía de los últimos dos siglos cuyos conceptos y problemas no se puedan rastrear en el «reencuadre» que tuvo Dios en la filosofía moderna: poner a Dios —como hizo Descartes— como una sustancia con la que guardamos una diferencia infinita, la cual nos deja en el mundo como meros seres finitos que deben limitarse a lo que está en el espacio y el tiempo (según los «límites» para el conocimiento que determinó Kant), dentro de lo cual no entra Dios, pues no es más que un absoluto abstracto de la razón, un concepto que permanece más allá del entendimiento cotidiano, en últimas, un tema interesante. La experiencia es lo único, y se basta a sí misma. Dios es un hallazgo de la razón, una Idea o una quimera, según el filósofo que lo piense. Pero Dios no participa del mundo, en cualquier caso, y, si lo hace, es solo la Naturaleza, pero no es la Historia: es aquello que hace subsistir todo cuanto existe, pero no se diferencia en nada de la materia. Dios desaparece al aparecer. Y lo que se hace incomprensible para esta visión filosófica de Dios es, precisamente, aquello sobre lo que versa la fe: la encarnación de Cristo. El filósofo puede decir que cree en Dios, pero este Dios no será trinitario, no pertenecerá a la historia de los hombres, no se involucrará realmente con la existencia. Hay «Dios», pero no hay Cristo, su existencia en el tiempo y el espacio. Y este es el punto fundamental del ateísmo: no basta con afirmar una creencia en Dios si esta no es una afirmación de Cristo.
Hegel describió bien esta situación en su libro Creer y saber, cuando explicó que, para los filósofos protestantes Kant, Fichte y Jacobi, el Absoluto quedaba allende la razón. Esto lo digo con plena conciencia de que Hegel no solo no era católico, sino un protestante convencido. Sus críticas a la filosofía subjetivista (otra expresión más refinada de las ‘solas’ luteranas en las que el hombre se queda sin la Iglesia) deben ser releídas. Era tanto su ardor por una fe que no fuera un mero adorno, que sí se involucrara con la existencia humana y tuviera una dimensión cósmica, que bien reprochó esto a las filosofías mencionadas: «por encima de esa absoluta finitud y absoluta infinitud se mantiene lo Absoluto como una vacuidad de la razón, de la fija incomprensibilidad y de la fe; fe que en sí carece de razón, pero que se llama racional porque esa razón, restringida a su contraposición absoluta, reconoce algo superior por encima de ella de lo cual ella se excluye».
Las consecuencias de esta situación que describe Hegel son dos. Por un lado, una forma contemporánea del fideísmo que desprecia a la razón y cae en la superstición. De esto da buena cuenta el protestantismo estadounidense con su desdén por la ciencia, la filosofía y cualquier forma de expresión de la razón. Nadie debe sorprenderse por el que sea en esos círculos protestantes norteamericanos donde florezcan los movimientos antivacunas o terraplanistas.
Por otro lado, un conocimiento racional del mundo y de la experiencia humana en el que Dios jamás aparece como su fundamento, sino en el que el fundamento del hombre es el hombre mismo, su humanidad y su mundanidad. Así son a grandes rasgos el marxismo, la fenomenología, la hermenéutica, el estructuralismo, el posestructuralismo, el posmarxismo, el psicoanálisis. No importa incluso si se alude a algo supuestamente «no humano». Estos pensamiento son todos recuperaciones de la tesis protagórica del hombre como medida de todas las cosas. Aquí la filosofía solo tiene un destino: convertirse en antropología, como bien denunciara Heidegger, si bien su mismo pensamiento no puede excluirse de este destino singular, pues su ceguera lo dejó solo con un Ser inexplicable, una retahíla ontológica en la que se está en el mundo, pero la donación del mundo y del sentido se quedan como inexplicables. Estamos en el claro del ser, sí, pero ¿de dónde viene esa luz que aclara el claro? La filosofía de Heidegger no hace más que redoblar al ser en el ser, hacer la génesis de lo que es en el hecho de que es, pero es por eso mismo que ese ser jamás alcanza ni termina de revelar su sentido en el pensamiento heideggeriano: se oculta. Y Heidegger, desde su alejamiento, no puede ver más que una historia de ocultamiento y de olvido. Nadie mejor que Heidegger pudo decir que solo un Dios podía salvarnos. Eso es cierto, pero explica la insuficiencia de su filosofía: nunca entramos en lo que salva porque estamos en la noche del mundo, donde Heidegger —junto con todos— vela y duerme, donde no podemos estar alertas y despiertos. Heidegger no asumió el peligro de la fe. No hizo más que alejarse de ella. Y ciertamente la fe es peligrosa, pero, como dicen unos versos de Hölderlin que no dejaba de recordarnos, la salvación crece junto al peligro.
Más allá del caso de Heidegger, que merecería una reflexión completa, los filósofos liberaron a sus conceptos de la necesidad de Dios, y con ellos el resto de hombres de ciencia: los sociólogos, los historiadores, los antropólogos. Estos últimos pensaron, por ejemplo, que se podían conocer las otras culturas humanas sin la intermediación divina. O los historiadores, que creyeron que la explicación de la situación histórica humana no pasaba por entender la historia de la salvación, reducida a mera historia cultural. Ni mencionemos la sociología, nacida en el positivismo, el cual no es otra cosa que la afirmación de la realidad visible como la única. Todas se convirtieron en «ciencias humanas», en la que el hombre quedaba como el centro de los saberes, según explica bien Foucault en Las palabras y las cosas. El hombre se convierte en el espacio trascendental en el que tiene la génesis de la experiencia.
En suma, dos son las tendencias de la filosofía moderna y contemporánea: una falsificación de Dios en un concepto que se pasaba por racional, y una expulsión de Dios del modo de pensar y enfrentar los problemas filosóficos. Lo primero es lo que hicieron los modernos cuando crearon un concepto de Dios que estaba más allá de la experiencia, del que nunca podía llegarse a la encarnación de Cristo. El Dios conceptual es uno que cabe en la mente del hombre, y que se ciñe sin conflicto a sus expectativas y exigencias. Otro Dios a la medida, pero filosófico. Es un ídolo conceptual. Lo segundo, la expulsión, es lo que hicieron todos los filósofos del siglo XIX a nuestro tiempo: analíticas de la finitud, filosofías del mundo, lecturas del nihilismo y el sinsentido, filosofías del lenguaje ordinario y del sentido común, análisis lógico del lenguaje, monismos materialistas en las que no se puede esperar nada, pues no hay alma, sino «filosofía de la mente». Todas estas cosas son expresiones de hombres que, como no encuentran a Dios como fundamento, entienden lo pobre que es la experiencia humana. Y sí, no se equivocan. Pero no advierten que esto podría ser diferente. Sin Dios, el hombre aparece reducido y finito, un mero ser-para-la-muerte. La inmortalidad, la resurrección y la salvación no quedan como posibilidades para estos pensamientos que, con razón, se quedan pensando la nuda vida, hasta que sea necesario sacrificarla.
Carentes de fe, estos pensadores proponen otros «fundamentos» o «suelos» sobre los cuales sostener y explicar la existencia: el mundo cotidiano, el ser, la estructura económica, la ideología, el inconsciente, entre otras cosas que aparecieron a lo largo del siglo XX, y desde las cuales el ser humano solo puede pensarse y sentirse abandonado y triste, esto es, como mero hombre. No conoce otra alegría que el placer, al que solo le opone la muerte (el eros y el tanatos, la biopolítica y la tanatopolítica y la necropolítica).
Pero la fe es algo más: saber que la única alegría no es el placer, pues su opuesto no existe, en tanto que ha sido vencido por el sacrificio más admirable de la humanidad. El ateísmo no es entonces otra cosa que la incapacidad de reconocer la dignidad que hemos recibido para vivir a la altura de dicho sacrificio, y mantener una comunión perpetua, plena, sin fin, edénica, con esa realidad superior a la que estamos llamados, que excede toda experiencia, toda finitud, toda desfiguración de lo real de Dios en lo ilusorio del hombre.
La fe también es una cuestión de humildad. Gracias por escribir.
Incredible read! It took me a while to finish (with some translations here and there), but it was totally worth it. I gained new insights about faith, which is itself a never-ending path of knowledge.