El árbol del conocimiento
Hay una sentencia que acompaña la contemplación del misterio de la Cruz en el Viernes Santo: «Mirad el árbol de la Cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo». La concepción de la Cruz como árbol ha dado abundante simbología para meditar espiritualmente. En la Edad Media —y supongo que hoy mucha gente sigue pensando esto— era común pensar que la madera de la Cruz de Cristo se había tomado del árbol del conocimiento por el que Adán y Eva habían traído el pecado a la humanidad —y en consecuencia, según la doctrina cristiana, la muerte—. La imagen, más que ingenua o desinformada, como fácilmente pueden pensar los ateos de Discovery Channel, esos que investigan fosas en Israel para descubrir los verdaderos huesos de Cristo o que van a Iraq a ver si el Diluvio sí se dio, ofrece interpretaciones inagotables. Se me ocurren varias.
La primera, la que creo que es más evidente, que allí donde el ser humano cayó también fue levantado —«resurrección», por cierto, no significa «revivir», sino «levantarse»—. Una imagen así se corresponde a todas las demás imágenes del amor de Dios en los evangelios: Jesús salva allí donde están, estamos, los pecadores, no donde se reclama la pureza. Los evangelios relatan el caso de un hombre a quien le decían ‘legión’ por estar lleno de demonios. El hombre vivía entre los sepulcros, lejos ya de toda la sociedad, y nadie se le acercaba. Sin embargo, legión —dudo de si ponerle mayúscula, pues no parece un nombre propio, sino lo contrario: la impropiedad del pecado que despojó a un hombre de su nombre— se acercó a Jesús, después de romper todas las cadenas con las que en vano lo ataban, y Jesús no tuvo temor en acercársele y sacarle los demonios. Dicen los relatos que los demonios le pidieron a Jesús si los echaba a una piara que había por allí.
Una segunda interpretación es cómo en la Cruz de Cristo se asume el pecado mismo desde su origen. Es lo que sabemos: Cristo carga con el peso de la humanidad, con toda su historia, lo que ha ocurrido entre ese primer momento y la pasión de Cristo. La escritura en términos temporales parece asumir la facticidad del mito santo del Génesis. Ciertamente lo hago y ciertamente no lo hago. El pecado original es el primero en la vida de cada uno, pero también el primero en la vida de la humanidad. Es original porque es también el origen de cualquier otro pecado. Precede la historia y la historicidad del ser humano, e incluso la narración de nuestras vidas. Es un hecho al que solo puede accederse míticamente.
Pero pienso algo. El árbol es el origen del fruto prohibido —que no es una manzana—, y es allí donde ocurre la conversación de Eva con la serpiente. Pero no es el origen del pecado. El árbol ha sido tan creado por Dios como las demás criaturas del Jardín del Edén, incluido el ser humano. Su naturaleza es perfecta, es decir, acabada, ya hecha, no incompleta. El árbol del conocimiento es tan perfecto como los demás árboles. Solo que ocurre en él la escena de la caída humana. De alguna forma, el árbol es un escenario; si se quiere, un retablo de madera. También lo es la Cruz. Dispone la escena de la salvación. En ambos casos, lo que condena o salva no es ni el árbol ni la Cruz: es el acto del ser humano, sea el primer ser humano o sea el primer nuevo ser humano, es decir, Cristo. La Cruz entonces nos enseña de nuevo lo ya dicho: que al acercarnos a lo que nos ha alejado de Dios, eso que llamamos pecar y condenarse, estamos llamados a hallar allá mismo la acción salvadora de Dios. O como dice Hölderlin: que allí donde está el peligro está también lo que salva.
Eso significa, por ejemplo, que ante tantas acusaciones que ha recibido el conocimiento como fenómeno, como algo que alejaría al ser humano de Dios o lo ensoberbecería, siempre relacionado con aquel árbol del Paraíso, hay que ver cómo en la Cruz retoma su verdadera naturaleza salvadora. La tradición católica ha entendido bien esto, con su proximidad absoluta con la filosofía griega y su afirmación de la razonabilidad de la fe, sin caer sin embargo en el gnosticismo. Hay corrientes cristianas que, con el respeto que merecen, han querido separar la fe de la razón, tal como si fueran ateos de los ya mencionados. Su única diferencia es que se ponen del lado de la «fe», pero se enemistan con los científicos y con la facultad básica del entendimiento.
En el árbol de la Cruz, el árbol del conocimiento, se rectifica el saber. Alcanza su perfección. Nos invita a pensar en dos actitudes epistemológicas, si se quiere.
Una actitud sería la de Eva: creer en las promesas de inmortalidad de la serpiente, ignorando que, con la prohibición de Dios de comer de su fruto (a lo que se seguiría la muerte), ya esa promesa estaba cumplida. La serpiente le promete a Eva algo que ella ya tiene, y por ella buscarlo lo pierde: la vida eterna. Alcanza la muerte. Casi todo el conocimiento es así. Es la búsqueda de lo que ya se tiene. Toda proposición científica es, como dice Hegel, inevitablemente tautológica, pero reviste la apariencia de no serlo. Una actitud así ante el saber implica entonces que el ser humano es apartado de aquello que ya es y ya tiene. El saber está completo ya en nosotros, pero lo perdemos. Por supuesto, esta es la expulsión del Paraíso, pero, en términos epistemológicos, esta misma separación es la separación entre conciencia y mundo de la que depende la elaboración del conocimiento teórico. Esta separación es también el origen del concepto humano de trascendencia: la conciencia trasciende al objeto, y se halla a sí misma como expulsada de lo otro, sea el Paraíso o Dios. Entonces, perdido de su objeto, separado del Jardín al que pertenece, el ser humano errante no puede contar más que con él mismo. Aquí viene la actitud moderna por excelencia: la autofundación del saber en el sujeto, en la soledad cartesiana.
Por supuesto, el saber así solo hace una cosa: prometer la inmortalidad. Casi todos los esfuerzos de la ciencia moderna se dirigen a lograr la inmortalidad por vías no teológicas. El alargamiento de la vida por la medicina, la permanencia en el Internet en un archivo potencialmente inacabable (que alimenta la inteligencia artificial), el Metaverso, los personajes virtuales: todas promesas de inmortalidad. Pero podríamos quedarnos en la mera idea del juicio, de la afirmación científica bajo la forma de A es B, cuyo principio es la identidad lógica: en cada una se afirma un exceso de la experiencia inmediata, sensible, única, y una potencialidad de la proposición para mantener su verdad más allá del instante. El que conoce desea conocer siempre más allá de la experiencia. Todo conocimiento es ulteriormente escatológico. Se trata de saber qué es el mundo en nuestra ausencia. De ahí las típicas discusiones, falsamente «realistas», acerca de la permanencia de la realidad en ausencia de un observador: es decir, el mundo en nuestra muerte.
Hay que decir algo aquí. La mayoría de interpretaciones de la eternidad la entienden desde esta idea de permanencia sustancialista. Es la inmortalidad concebida por la serpiente, la que promete a Eva. La inmortalidad de Dios es otra.
La otra actitud ante el saber es la de la inmanencia radical, que no es la de la mera experiencia, sino la de la compenetración sin separación entre la criatura y su creador: la pertenencia al Jardín. Es el saber por, con y en Cristo. O más bien: el significado de que Él sea —es decir, no que diga, no que presente, no que represente: que sea— la Verdad. Es el saber que no se autofunda en el sujeto, sino que se dirige a Dios y vuelve a Él, que lo halla como su causa, principio y finalidad. Este tipo de saber no tiene objeto. Tampoco trasciende. No intenta dominar la naturaleza. Quiere unirse con el Jardín, habitarlo. Es un saber intelectual, pero no con lo que los fenomenólogos llaman intencionalidad. Implica un misticismo radical, en el sentido de la unión sin mediaciones con lo Absoluto, pero también una cotidianidad sin precipitaciones. Es el tipo de saber propio de la fe. Tan cotidiano y popular como el que tienen las señoras que rezan el rosario como profundo y filosófico como el de Santo Tomás. Es un saber que se expresa en la confianza como actitud vital fundamental, es decir, que es el verdadero suelo existencial. Es el saber del que vive inmediatamente la asistencia continua de Dios a la subsistencia del ser, como decían los filósofos racionalistas. Y se expresa, como digo, en algo tan sencillo como la confianza, reemplazo de la cartesiana certeza: en lugar de certeza, es simplemente una entrega a la permanencia de Dios. Un salto al vacío, pero sin el drama kierkegaardiano: es, en palabras de mi abuela Pano, encomendarle todo a Dios.
Creo que en este tipo de saber hay una superioridad que aún no entendemos, una razonabilidad propia de la piedad popular que debe ser defendida ante todos los que —como he hecho yo mismo muchas otras veces— quieren solo un dios filosófico, el concepto de Cristo más que su carne, una complejidad literaria y filosófica más que una experiencia sencilla e innegable del Amor.
La Cruz como árbol del conocimiento me hace pensar algo más. En Cristo se renueva todo el conocimiento humano o, como dice, se rectifica. El fruto vuelve al árbol después de haber sido arrancado. Uno de los gritos más asombrosos que narra el evangelio de San Juan es el famoso «Todo está consumado», que es la forma de traducir la expresión griega telestai. Tendríamos que pensar aquí en todos los sentidos del concepto de finalidad, el telos griego. Así como en el árbol del conocimiento estuvo el momento del pecado original, y está también el momento original de la salvación, está también la finalización. Acaba una historia del hombre y empieza otra. Pero podemos pensar este telestai desde su evocación de la causa final que, cristianamente, tendría que hallarse como rigiendo todo. Nuestro conocimiento moderno solo reconoce causas mecánicas y desdeña toda teleología. Telestai no es solo que todo ha acabado (pues en verdad allí todo vuelve a comenzar), sino que todo ha alcanzado su verdadero propósito, es decir, aquella finalidad que define el ser de las cosas y que, en extensión, es la verdadera ciencia de las cosas: hacia qué se dirigen, qué las explica no en relación con su génesis (esa génesis o ese origen que se desvía), sino con el principio al que llegan. Cristo es la causa final y, por tanto, su verdadera ciencia, el auténtico conocimiento. La Verdad.
El cristianismo entonces exige y funda una ciencia nueva. Un saber que ya no se queda solo en las sustancias, sino que tiene su causa final en Dios, y puede reexplicar todo lo que hasta entonces se conozca. Eso es lo que hicieron los filósofos y teólogos medievales, así como los padres de la Iglesia, pero se nos exige también hoy. ¿Cómo reinterpretar cristianamente, por ejemplo, las ciencias de la computación o la economía moderna? La Doctrina Social de la Iglesia, por ejemplo, propone una finalidad que explica la actividad económica y que les duele a muchos gerentes con dogmas de MBA: la finalidad (el telos) de la empresa es la prosperidad social, no el enriquecimiento del accionista. Pensemos sin embargo en un caso interesante. Cuando se leen los Principios de economía de Alfred Marshall, se advierte de inmediato cómo todo el desarrollo teórico de Marshall, padre de la economía neoclásica, tiene una motivación cristiana de interés por los pobres y la pobreza. Aun así, la mayoría de seguidores de la economía neoclásica —o de aquello a lo que ha quedado reducida: una gráfica (que no un libro) de equilibrio general que se usa para justificar todo gusto por la insolidaridad y toda veneración del individualismo— se saltan esta fundamentación cristiana. Así podríamos ir con todo. ¿Cuál es la causa final de la inteligencia artificial, por ejemplo? ¿Qué hacer con la medicina y sus desarrollos?
La redención del ser humano, la justificación de la que tanto habla San Pablo (que es la puesta en lo justo), no es otra cosa que devolverle al hombre su verdadera finalidad, alejarlo de ese desvío de su propósito llamado pecado. Un sacerdote que aprecio profundamente, Julio César Gutiérrez, me ha dicho dos cosas al respecto. Uno, que la verdadera naturaleza del ser humano no es el pecado. Recuperar la finalidad propia, dejarse consumar, consiste en recobrar ese fin para el que existimos. Y, dos, derivado de lo anterior, que el pecado todo puede pensarse entonces no como soberbia, sino como traición: es faltar a nuestra propia naturaleza. Es traicionarnos. El pecado de todos es el de Judas.
El árbol de la Cruz nos hace pensar entonces en otro árbol: aquel en el que se suicida Judas. Jesús y su amigo traidor mueren ambos en un árbol. ¿Cuál es la diferencia entre colgarse y clavarse? ¿En qué sentido la entrega voluntaria de Jesús a la muerte no es un suicidio, y el de Judas sí? No quiero dar la impresión de decir algo indebido.
Cuando Cristo es clavado, se hace parte del árbol. Se une a su tronco y queda como parte de él. Es la madera misma. Vuelve a crear. Cuando Judas se ahorca, cuelga como el fruto que arranca Eva. Es la imagen del mal fruto por cuyo peso acaba cayendo. No es parte del árbol, sino que es expulsado de él, aunque venga de él, igual que Judas no era ajeno a Jesús, sino que pertenecía a su círculo más íntimo. Judas no florece. Judas muere definitivamente. Y aquí está la diferencia entre la «voluntariedad» de ambos actos.
Jesús renuncia a su voluntad, para unirse a una voluntad superior, la de Dios, que es la suya misma, pero con la que se deja ser. Judas, al contrario, cumple solo su deseo humano después de haberse arrepentido de lo hecho. Judas desatiende a lo que ya habría podido aprender: el carácter infinitamente perdonador de Dios. Vive su dolor como lejanía de la Cruz. No se acerca a recibir el perdón. Se queda consigo mismo, no renuncia ni siquiera a su dolor, y sigue moviéndose por sus caprichos: a saber, que intenta arreglar su traición a su manera, es decir, matándose. Las actitudes de ese tipo solo acaban, como ya he dicho, en la muerte misma. Jesús también muere, pero su muerte es morir sin morir, es vivir. No se queda en lo suyo, sino que asciende a una vida superior.
Aquí hay dos ideas radicalmente diferentes de la libertad. La de Jesús es la de una libertad que se vive como negación de sí misma, mientras que la de Judas es la afirmación de sí. He dicho ya muchas veces, para los que me leen aquí desde hace tiempo, que la libertad moderna, fundada en la idea de autonomía, tiene como mejor expresión el suicidio. Judas es tal cual esto. No se somete del todo ni a los judíos, ni a Jesús. Se hace caso a sí mismo, a sus propios intereses. Media su arrepentimiento por su propia cuenta. Es lo que nos pasa a muchos cuando, traidores también de la Verdad con nuestros actos, nos alejamos y vivimos nuestro dolor a nuestra manera. Nos creemos indignos de lo que hemos recibido, y en esa indignidad asumimos que no hay más vida que esta y a nuestra manera; renegamos del perdón posible y evitamos la reconciliación, es decir, la vuelta a conciliar con nuestra naturaleza, es decir, la reversión de la traición.
Cuenta el evangelio de Lucas que, cuando Cristo está en la Cruz, le dice al llamado buen ladrón: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso». Si tomamos la leyenda medieval sobre la madera de la Cruz, habría que decir: ya lo estaban. La Cruz de Cristo era el vestigio del Paraíso allí presente. Pero también era un nuevo Paraíso. Un nuevo comienzo. El primer árbol del Jardín nuevamente abierto al ser humano. Al entender al que estaba clavado en ella, el buen ladrón era Eva que no arrancaba el fruto, sino que lo respetaba. Es el mal ladrón el que seduce a Cristo con arrancar el fruto, cuando lo reta a bajarse si realmente es Dios: a Él mismo. De nuevo, es la tentación de la serpiente: bájate, come del fruto, y serás realmente Dios o inmortal. Lo que el buen ladrón reconocía, y el hombre soberbio no, era que del saber no podíamos apropiarnos como si fuera nuestro (que es, como digo, la autofundación moderna), sino saber que estaba allí en la Verdad clavada, sin arrancarlo de ella, sino dejándolo dar fruto en su madero mismo.
Gracias!! Lo leí antes del Oficio de hoy “El descendo del Señor al abismo”:
“…contempla los clavos que me han sujetado fuertemente al madero, pues los he aceptado por ti, que maliciosamente extendiste una mano al árbol prohibido. Dormí en la cruz, y la lanza atravesó m¡ costado, por ti, que en el paraíso dormiste, y de tu costado diste origen a Eva. Mi costado ha curado el dolor del tuyo. Mi sueño te saca del sueño del abismo. Mi lanza eliminó aquella espada que te amenazaba en el paraíso. Levántate, salgamos de aquí. El enemigo te sacó del paraíso; yo te coloco no ya en el paraíso, sino en el trono celeste”.
Simón mañana cumplo años y sentí esto como un regalo.