Mucho tiempo pasaba en la cama para despertar. No daba vueltas y evitaba pensamientos que lo acecharan. Solo se aseguraba cada tanto de que aún podía aplazar el momento de levantarse. Faltaban algunas horas para que tuviera que irse, pero sabía que las pasaría repitiendo uno tras otro ciclos cortos de inútiles intentos de dormir. Cada vez que cerraba los ojos a la busca del sueño, una oscuridad se le extendía bajo los párpados como el cielo de una noche propia. A través de esa negritud advertía alguna sensación de luz y color: una rara figura creada por el sol de transparencia grisácea que iluminaba su habitación y por un pensamiento que no desarrollaba, quizás algo menos que un pensamiento, un vestigio luminoso de algún sueño que había tenido pero que ya no recordaba. Tal vez esa imagen tenía algo que ver con el grave mundo de los despiertos, pero a él se le presentaba con la ligereza de lo que habitaba la blanda tierra de los dormidos. Y sin embargo no soñaba. Volvía a cerrar los ojos y reconocía su cama, su habitación y su presente. No se confundía con ninguna alcoba pasada, tal como les pasaba a él y a otros insomnes admirables cuando, a punto de conciliar el difícil sueño, tenían de repente la sensación de estar acostados en otra época de sus vidas.
A esta hora el mundo ya se había retirado a su solidez cotidiana. Nada se sobresaltaba. Las cosas volvían a las palabras que les correspondían. Su futuro inminente se acomodaba en el presente de las horas que dejaba pasar a su lado. Los pensamientos que llenaban su cabeza le recordaban lentamente todo lo que era su vida, le imaginaban lo que haría si se levantaba y le prometían la felicidad de entregarse a las ocupaciones propias de una mañana, pero él los rechazaba jalando la cobija hacia la cara para cubrirse. Era inútil su reacción. Tan pronto se cubría sentía remordimiento de no levantarse a vivir esa vida que era aún una mera vida posible que cada vez le era más propia. Se descobijaba. Su deseo de dormir lo había abandonado; lo había dejado solo ante esa negritud de los párpados, tan diferente ya de una noche interior, en la que no quedaba nada de esa figura de luz que venía de lo que había soñado, pues se había disipado en la palidez del sol. El zumbido de los pensamientos antes rechazados terminaba por despertarlo de manera definitiva.
Abría los ojos con facilidad, sin resignación. Era él una vez más. Cuando aceptaba la llegada de la mañana se olvidaba de todo por lo que había pasado para evitar y a la vez alcanzar ese momento, ese instante de su despertar definitivo en que ocurría algo a lo que ya se había habituado, pero en lo que solía reparar cada mañana: que su nombre regresaba a él como lo más irrenunciable de cuanto tenía. En otra época de su vida se dormía con la ilusión de que no se acordaría de él después de la noche, cuando lo dejaba para irse a jugar en sus sueños, pero también con el temor de que un día ya no estuviera más ahí, cansado de su indiferencia y su desprecio, de la preferencia que expresaba por todos los demás nombres, pues se divertía con que lo llamaran de otros modos. No es que no quisiera el que tenía. Lo quería mucho, más que a nadie, más que a nada. Pero se cansaba de tener que llamarse. Era su peso más grave. E intentaba descansar de él cada noche antes de dormir. Imaginaba una separación: que un día él lo dejaba de nombrar y él se iba sin que nadie pudiera acertar a llamarlo, escondido de toda voz con que quisieran invocarlo. O jugaba a un intercambio: que por un rato su nombre se encargaba de su vida, de sus cosas y su cuerpo, y él hacía de nombre de su nombre, mirando al mundo desde el aire, disfrutando del ligero vuelo de pájaro de las palabras. A nadie contaba sus fantasías, fuente de sus angustias y placeres. Hablar de eso era ridículo. La gente prefería otros asuntos, los trabajos que los nombres. Él callaba. Con el tiempo se acostumbró, se rindió, a esas conversaciones ajenas que hizo propias y que se empecinaban en llamarlo siempre igual. Guardó sus temores e ilusiones en un rincón del corazón y se habituó a que su nombre fuera lo primero que viniera a él al despertar, sin que hubiera otro acostado en su cama para recibirlo.
Al despertar, entonces, era mucho lo que olvidaba. Lo último que veía de su noche era esa figura luminosa que pronto se desvanecía en la luz grisácea del sol. En adelante sus pensamientos serían de ese mismo color. Por eso pensaría, e incluso lo llegaría a escribir así en un futuro que entonces era muy incierto, que lo acontecido en esas horas se trataba de un sueño, lo cual, al entender de la misma gente que se obstinaba en llamarlo por su nombre, no significaba más que un paréntesis largo e insignificante entre sus últimos minutos de vigilia en la noche y las primeras horas de la mañana. Algo diferente había ocurrido: algo que solo podía presentir bajo la felicidad de una vida sin nombre. Pero la palabra sueño insistía en metérsele en la cabeza como un gusano terco que atraviesa el muro de una invencible fortaleza; lo asaltaba por detrás de los ojos, mientras él se distraía con la imagen muda de las cosas de su habitación, y traía con ella todo un ejército de palabras adicionales que no demoraban en organizarse en ideas, metáforas y frases, en cuadros tácticos que le dominaban el cerebro para reclamar como propio el nombre que acababa de volver a él tras el así llamado sueño, cuyo enigma envuelto en encanto huía ante la avanzada de las explicaciones y las interpretaciones encargadas de decir que esa vida sin nombre de sus noches era la misma vida del que ahora despertaba. La cabeza se le convertía de repente en una máquina de frasear. Hacía asociaciones infinitas de sus obligaciones cotidianas con el estado actual de la humanidad, o de sus recuerdos más insulsos, cuya supervivencia al olvido no entendía él, con los más acuciantes problemas de la metafísica. Todo un rechinar, todo un marchar ordenado y decidido. Ese movimiento ya no se detendría hasta que volviera a dormirse, engañado por la ilusión de que podría seguir pensando incluso durante eso que por resignación llamaba sueño. Eran sus pensamientos, tan suyos como su nombre. Y era él, cabeza en ebullición, el que los pensaba, el que podía decirle a cada uno: «Yo te pienso».
Con esos pensamientos reconocía su vida, cuidadosamente ordenada de principio a fin por la cabeza vibrante que se valía de recuerdos, lugares y nombres para asegurar, como un novelista que intenta contar su verídica historia sin olvidar ningún detalle, la continuidad entre sus despertares.
Era una vez más el que así se llamaba. Era la cabeza que así pensaba.
A la vida le importaba muy poco el trabajo obstinado de la cabeza. Y él era indiferente a esa indiferencia. Agotado ya de seguir los pasos de sus pensamientos por aquí y por allá, sus recorridos infinitos y caprichosos por el tiempo y el espacio, que duraban menos que un segundo, apenas si reparaba en el silencio feliz, el descanso paciente que ya no disfrutaría en su día, en que vivían las cosas de su habitación, inocentes de los nombres que el cerebro les imponía desde la cabecera de su cama. Creía que las cosas se murmuraban entre ellas lo que había ocurrido en la noche durante su ausencia. Imaginaba que en el mundo entero se oía el ruido ilusorio de su costumbre, que todo ello conversaba de lo que ocurría en aquel tiempo y de lo que pasaría ese día. Cuando despertaba no podía más que sentirse recibido por un cuchicheo del que era excluido, cuyo volumen aumentaría pronto y confirmaría su sospecha de que todo hablaba sobre él. Su vida era la inminencia de un gran ruido. Pero desde su cama hasta la selva, el desierto y el glaciar que en ese momento se soltaba sobre el océano, pasando por las grandes ciudades de países lejanos que a esa hora empezaban a suspender los asuntos de ese día, y también por su propia ciudad, donde ya todos se habían entregado al destino de sus vidas, él era el único hombre en la tierra que pensaba. E ignoraba que las cosas se alegraban de que el lenguaje no las tocara.
En el torrente de sus pensamientos había como una pompa de jabón que flotaba frente a él y que le daba la única verdad del mundo exterior en la que reparaba. Un vuelo breve le llevaba a la pompa hasta el pecho, donde se suspendía para traslucir, en una mancha irisada que contrastaba con el barullo gris de su pensar, un silencio conspicuo (de unos pasos que no se daban; de unas palabras que no se decían para él y que habrían provocado su curiosidad indiscreta; de una certeza de que nadie acudiría si llamaba). Él se esforzaba en oír lo que no debía callar, pero no lo encontraba más que en su interior, en el eco de una reminiscencia de lo que no sonaba detrás de la puerta de su alcoba. En vano trataba de hacer que la voz que susurraba en su conciencia (esa voz inaudible que era la suya más propia e íntima) se transformara en aquella cuyo recuerdo venía en la pompa, el cual, sin embargo, protegido por la membrana, se mantenía inalcanzable para él como una imposible evocación, como la presencia de un olvido ineluctable.
Una sonrisa se dibujaba alrededor. Por la fuerza de su imaginación advertía, en la mancha sin forma del silencio, tal vez la comisura de unos labios, tal vez el arco superior de una boca o tal vez nada más que la insinuación de una mueca en la que era inconfundible una carcajada. Era una burla pura, una burla que se burlaba de que él tuviera la ilusión ingenua de que tras esos labios que se estiraban cuando reían había, cómo no, el resto de un rostro (una piel, unas facciones, unos ojos). La risa se reía en su inexistencia, y él recibía esa burla de no poder hacer de ella más que una imaginación suya, un deseo que, tan pronto él mismo sonreía a lo que nunca sería más que una felicidad incumplida, se deshacía con la pompa de jabón en que venía el recuerdo de esa muda voz que hacía que también su voz interior enmudeciera.
Un silencio, su silencio. En ese momento era como las cosas, que callaban. Pero también era esa voz que no había oído y ese rostro que no había visto. Durante un instante de cada mañana él no era nadie, por lo que también era posible que al no ser nadie fuera como aquel que vagaba en el mundo de afuera. ¿Y tampoco él, nos preguntamos durante este silencio en que sus pensamientos se han detenido, estaba allí en su cama? Sin duda diríamos que sí, que sí estaba. Solo que su nombre, aunque había ido a él con vuelo veloz tan pronto había despertado, se había vuelto a ir con esos pasos que no se oían, con esa risa que no se reía en ningún rostro, con esa voz inaudible con la que él mismo dejaba de decir sus palabras. Nadie lo llamaba ya. Tampoco él llamaba a nadie. Y como él mismo no decía su nombre, volvía a ser, aunque sin regresar al sueño, un hombre sin nombre, tal vez ni siquiera un hombre, tal vez ese otro cuya ausencia era una señal que envolvía la resignación de recordar que ya no había nadie a unos pasos de su cama, detrás de la puerta.
En la soledad de su silencio fulguraba una idea: la de hacerse caminante como su nombre. Podía ir en pos de los pasos que ya no oía o podía darlos él mismo, como si recorriera el camino a sí mismo, ese por el que cada mañana había llegado hasta su puerta aquel que ya no oía. Cerca de sí mismo podría volver a oír que lo llamaban, que aún decía su nombre aquel que ya no oía, a quien él daba el nombre de amigo.
Se levantaba para hacerse caminante e ir en pos de aquel amigo. Debía imaginar de nuevo que había el susurro de las cosas, en medio del cual estaría la voz que decía su nombre. Como todas las mañanas, se sobreponía una imagen de su mente a lo que había sido el ruido del mundo. Las voces que no oía eran siempre una imagen. No hacía más que ver. Y bajo la luz grisácea que había entrado por la ventana hasta su pensamiento, veía que estaba en un camino estrecho que, formado por el reblujo de su habitación, empezaba en su cama, seguía a la puerta de su alcoba y se bifurcaba en más caminos en el resto del apartamento, uno de los cuales se perdía en la otra alcoba ya desocupada y otro de los cuales continuaba, bifurcándose en sus bifurcaciones, por el jardín del mundo, donde ya no dejaban huellas los pasos tras los cuales iba. Había de seguir un rastro que el amigo aún no dejaba, pero en cuya ausencia era forzoso ver la posibilidad, nacida de su deseo, de que aún pudiera pasar por aquí o allá. Cada paso que daba era un paso a otro punto del tiempo: al pasado de la habitación de al lado, donde ya se habían llevado todo, o al futuro, que era todos los lugares. Él iba en las dos direcciones a la vez con el recuerdo falso de haber podido ser aquel a quien buscaba y con el sueño, cuya verdad aún era posible, de convertirse en él. Buscaba al otro para ofrecerle que ocupara su lugar. A tumbos por el presente, esquivándolo a cada paso, evitaba el encuentro consigo mismo. Esconderse tras los ojos del otro, anticiparse a ser esos ojos que esperaba que lo miraran, era la manera más sutil de no verse.
Camino del baño imaginaba que era el dios, que se multiplicaba y dividía en todas las miradas. Y como el infinito miraba infinitamente, le parecía que sus pasos podían ser los de todos los caminantes. Los pies suyos eran también los del amigo. Con cada paso adelante pisaba siempre un lugar remoto, el más remoto, donde su ignorancia imaginaba que estaba aquel amigo. Pisaba otro apartamento, la vida nueva, la vida más allá. Observaba la misma ciudad. ¿Haría el mismo tiempo? ¿Sentiría el mismo frío que ahora él sentía en el pie desnudo? Ni siquiera sabía qué hacía afuera. La mañana era siempre la misma. Afuera hacía siempre un instante eternizado e irreal, que nunca había visto con los ojos y que se había formado de todas aquellas mañanas en cuyos colores no había reparado. Gris sobre gris, nube sobre nube, sol ausente sobre el cielo: así era la mañana. Todo eso lo observaba el amigo. Y veía también los mismos edificios que él, esos que ahora no veía desde su habitación, pero que aparecerían ante él cuando abriera la puerta y viera los ventanales del comedor. En ese instante ambos veían por los mismos ojos una imagen de la memoria suya que no correspondía a ningún hecho del pasado, sino al presente real del amigo, y que era lo que a él se le negaba en aquel instante, incluso si abría la puerta para comprobar que el cielo estaba del color de su pensamiento. Aquella imagen que solo veía aquel amigo, prohibida para él, no era otra que la de la soledad de sí mismo, la de la compañía que ya no podía hacerse a sí mismo, la de saberse ya otro hombre diferente, disociado, de aquel que sí podía seguir recibiendo el nombre que a él se le negaba: el de amigo. Pero nadie recibía ese nombre que él ofrecía desde su habitación, cerca ya de la puerta. A cada paso intentaba pisar la soledad. Allí no estaba ya ni llegaría nunca. En la proximidad del siguiente paso no hacía más que poner el pie en lo inalcanzable.
Era caminante de un lugar imposible. No era ni siquiera él quien caminaba. Al amigo le prestaba los ojos y los pies, pero cada vez que volvía a tocar el piso recibía el rechazo de ese ofrecimiento. Iba hasta la ducha alternando entre el deseo de no faltar a su propia soledad y la certeza de hacerlo siempre. Abajo era él, en lo duro y frío del piso. Arriba era el amigo, en el vacío del aire, donde se perdían, como empujados por ese pie que dejaba de ser suyo cuando lo levantaba, los recuerdos con los que pensaba que podría encontrar al amigo o, más bien, con los que aún podía reconocer al hombre que se había ido sin anunciar. No saldría en pos de él. La excusa sería otra. Solo mucho tiempo después, cuando ya ni siquiera viviera en ese apartamento ni en esa ciudad, se daría cuenta de que la imagen de aquella soledad de sí mismo, experiencia reservada únicamente a los amigos, de la cual él mismo no podía hacerse amigo, era el hilo que desenrollaba por el laberinto de su vida, que entonces, como dijimos, empezaba en su cama y terminaba en el infinito.
Así empezaba cada día. Todas las cosas que hemos contado se borraban entre la ducha y el afán de salir, cuando se imponía ya la plenitud de su vida real, que hacía que se desvaneciera, igual que la sonrisa del amigo en la pompa de jabón, aquella sensación de soledad, tal como también se borraba, cuando recibía su nombre al despertar, esa vida del sueño, esa vida sin nombre que no tenía la forma de esta otra que ahora olía a recién bañada, en la que podía saber su nombre pero no podía oírlo nunca de esa voz que, ahogada en los latidos, lo llamaba desde el corazón del corazón.